Desde que empezó el año, noto tranquilidad en el barrio en el que vivo, o al menos en las zonas por las que acostumbro a moverme. No he vuelto a ver peleas ni demás altercados. Excepto una tarde, en la que un alcohólico de pelo blanco amenazaba a otro con matarlo. El aludido estaba sentado en un banco y, a pesar de la violencia de palabra de su antagonista, no se despeinó. Como si el otro fuera un pájaro cantando en una rama, y no un hombre salpicándolo de saliva y amenazas. Algunas noches, los africanos que se reúnen bajo mi ventana o en la esquina, apoltronados a veces junto a la salida infecta de la alcantarilla o junto al contenedor de basuras, inmunes al hedor, se ponen a cantar. En realidad, no cantan todos. Sólo lo hace uno. Y tampoco me atrevería a llamarlos cánticos, sino berridos tribales. Cuando berrea, alguna vecina le grita desde el balcón que se calle. Porque suele hacerlo por la noche, en el momento en que la gente se va a la cama.
La razón para esta serenidad aparente obedece a la presencia policial en las calles. Un sábado por la noche nuestra plaza parecía la Plaza del Dos de Mayo: había cuatro o cinco coches de policía allí aparcados. Lo cual ahuyenta a los alcohólicos, a los vagabundos, a quienes buscan pendencia, a quienes a veces hacen botellón y a los camellos. Pero la presencia de policías a pie, o en sus coches o en motos o en furgones, es constante desde comienzos del año. Patrullan a diario. O, simplemente, aparcan en la plaza, junto al parque infantil, y charlan entre ellos para matar el tiempo. Otra noche estaban abroncando a los negros que suelen berrear bajo la ventana. Mientras un agente les soltaba un discurso, otro sujetaba a un perro para que oliese y rastrease los bajos de los vehículos aparcados en la acera donde se sientan. Buscando droga. Pero dudo que ellos trapicheen. Se parecen a los pandilleros que salen en algunas películas americanas. Tipos que, simplemente, están de pie o sentados en un rincón, en la calle, calentándose las manos en un bidón de aceite o soplando de una botella que comparten. Van a lo suyo. Excepto por uno, ya digo, que, aparte de berrear, a veces se vuelve loco y pega patadas a los coches y arma un escándalo.
Días, pues, de serenidad. Aparente, por supuesto. No significa que las cosas hayan cambiado. Sólo significa que, mientras la policía ronde por allí, los altercados y la delincuencia se suavizarán, pero no dejarán de existir. Yo creo que esta presencia policial obedece a dos razones. La primera es que los vecinos habrán empezado a denunciar a la gente que les impide dormir, que se pega en la calle o que vende droga. Cuantas más denuncias, más caso hacen a uno, supongo. La segunda es más evidente, pero no me había dado cuenta y tuvo que señalármelo alguien: hay policías porque se acerca la fecha de las elecciones. Y ya sabemos que, en las semanas previas a las elecciones, la vida cobra otro color. Es el envoltorio de caramelo con el que los políticos quieren cubrirnos, para que veamos otra realidad distinta. Arreglan las calles, solucionan algunos problemas, visitan los barrios y les dan la mano a los vecinos y simulan escuchar sus quejas, juran entregarnos la tierra prometida, tienden velos de color ante nuestros ojos y tratan de convencernos de la proximidad de los cambios. Pero todo eso pasará cuando terminen las elecciones. La policía dejará de controlar el barrio. Porque las promesas políticas tienen una fecha de caducidad. Caducan al día siguiente de haber depositado nuestro voto en la urna.