Fui hasta el centro en busca de algunos libros. Dado que era sábado por la tarde, las pequeñas librerías estaban cerradas. Visité, pues, dos sucursales de La Casa del Libro, Fnac y, finalmente, El Corte Inglés. Después de las compras navideñas y lo mucho que había arrasado el personal, me costó encontrar todos los títulos en un mismo edificio. Por ejemplo, “La maleta de mi padre”, de Orhan Pamuk, del que no les quedaba ni un ejemplar en una de las sucursales de La Casa del Libro. La búsqueda se prolongó y compré libros en los tres sitios.
En uno de los edificios de LCDL me entretuve más tiempo. Buscaba el de Pamuk y un par de novedades y un libro de Valérie Mréjen. Di vueltas por aquí y por allá. Me acerqué a la sección de Narrativa Extranjera, y paseé la vista por los anaqueles, tratando de encontrar ejemplares. Están colocados por orden alfabético. Después de la P, o así, los anaqueles se interrumpían por la ubicación de una puerta de salida trasera a la calle, dotada de los habituales sensores antirrobo, y continuaban más allá, en otras estanterías. A veces iba de unos anaqueles a otros. Y, lógicamente, debía pasar al lado de la puerta que, a juzgar por el escaso movimiento, nadie utilizaba. En cada uno de esos paseos notaba, al llegar junto a la salida, que alguien seguía mi sombra con urgencia. Una vez en los anaqueles de la R y de la S, miraba por encima del hombro y entonces descubría a mi perseguidor. Era el vigilante de seguridad, un tipo calvo que me miraba de reojo, por encima de algún semanario, simulando estar entretenido en la lectura, pero sin perderme de vista. Obstaculizaba el paso hacia la puerta trasera. Pensaría que yo estaba en plena maniobra, dispuesto a robar ejemplares del anaquel de la R y de la S para salir corriendo por esa puerta, tan a mano. En cuanto me alejaba de aquel rincón, el hombre regresaba al centro del local. Repetí la operación unas cuantas veces: merodear por la estantería de la P y, luego, pasar junto a la puerta y acercarme a la T o a la U. No lo hacía adrede. Simplemente recordaba algún título cuyo autor tenía un apellido del final del abecedario y volvía allí. En todas esas ocasiones, el vigilante calvo me siguió con prisa y bloqueó la puerta trasera. Yo iba acompañado por alguien, y le pregunté si se había fijado en el acoso del cancerbero o si era una paranoia mía. Pero no lo era. También se había fijado. Otros días, cuando salgo a la calle sin afeitar y vestido con una chupa de cuero, no me sorprende ser el centro de las miradas de esta clase de vigilantes. Pero aquel sábado, maldita sea, iba recién afeitado y vestía mi gabán azul, un tres cuartos que despierta menos sospechas cuando entro en librerías y grandes almacenes. A estos guardias deberían contarles que quienes más roban en los comercios suelen ser las marujas.
Todos los meses me gasto una fortuna en libros, y me parece que no merezco ese trato discriminatorio. Pasear por uno de mis rincones preferidos, una librería, que para mí es una especie de templo, se vuelve de una tensión insoportable por culpa de este acoso. No me siento cómodo mientras paseo por entre las estanterías con un fulano pegado a mis talones, que no me quita ojo. Me pone nervioso. Me molesta. Me impide concentrar en la lectura del primer párrafo de los libros que me interesan. No sé qué pensarán estos tíos cada vez que, después de un rato de cortarme el paso y pegarse a mi culo, salgo cargado de varios ejemplares, previo pago en caja. Quizá, mientras me perseguían a mí, una señora o un chaval les han birlado un par de libros en sus narices. Es lo que tiene fiarse de las apariencias.