De camino al Rastro, y cerca de casa, han abierto una librería en la que se respira mucha serenidad. Más que en otras librerías, quizá sea la más silenciosa que conozco. Es un local angosto y sin nombre. Las primeras veces que pasé junto a su puerta me daba un poco de apuro entrar y fisgar entre los estantes. Sólo estaba el dueño y no se oía música ni rumor de compradores y está ubicada en la Calle Mira el Sol, un rincón por el que circulan pocos coches y en la que, por cierto, viven dos amigos míos. Una zona en la que, al menos cuando voy de paso por allí, no hay demasiado ruido, lo cual fomenta la paz espiritual que despide la librería.
En los últimos días de Navidad me decidí a entrar. Pasé un rato estudiando los estantes, mirando el modo en que habían clasificado los libros. Narrativa occidental, Cine, Teatro, Ensayo, son algunos de los géneros que hay en el lado derecho del local. El lado izquierdo está ocupado por completo por unos estantes donde se ordena la literatura oriental. Con preferencia por las obras de chinos y japoneses. Al rato lo entendí. Entendí esa preferencia por la literatura de Oriente. Junto al dueño, un español cordial, muy amable, hay una chica asiática. Cuando uno se lleva un libro, mientras el librero cobra, ella, con movimientos delicados, pulcros, minuciosos, repletos de serenidad, envuelve en una bolsa de papel el ejemplar o los ejemplares. Con idéntico mimo, despacio, como si estuviera envolviendo un jarrón chino o una copa de cristal finísimo, le aplica celofán a la apertura. La bolsa no lleva ninguna seña de identidad, ningún nombre de la librería ni de la calle en la que está, salvo un sello. Un sello rojo que imita un símbolo asiático. El primer día se me antojaron unos cuantos libros, pero uno no puede comprarse todos los volúmenes que quisiera, porque se le agota el espacio para guardarlos en casa y porque no se puede leer todo cuanto uno desea y porque al final son muchos gastos. Así que elegí. Compré un libro de crónicas del reportero James Fenton, “Lugares no recomendables”, que jamás había visto por ahí. Y dos tomos que llevaba un tiempo buscando: los artículos y crónicas de David Mamet en “La ciudad de las patrañas” y los de Kenneth Tynan en “La pornografía, Valencia, Lenny, Polanski y otros entusiasmos”. Cuando en una librería doy con títulos casi imposibles de encontrar, sé que estoy en el buen camino. Que debo volver por allí. Cuando pagaba, el librero, observando que el de Tynan es un viejo ejemplar de Anagrama, de los años setenta, me dijo que en la distribuidora en la que encargaba los pedidos tenían montones de ejemplares de aquella época. Y al precio antiguo. Si me interesaba alguno, sólo tenía que pedírselo. Y eso hice, le pedí varios.
De momento, este librero me ha conseguido varias rarezas. Uno de Raúl Núñez, autor escurridizo y maldito y ya fallecido y del que esperan reeditar su poesía. La pequeña antología de Paul Scanlon, “Reportajes. El Nuevo Periodismo en Rolling Stone”, que es anterior a ese volumen de Ediciones B, “Lo mejor de Rolling Stone”. Y una biografía de Aaron Latham sobre F. Scott Fitzgerald cuando estaba de guionista en Hollywood y protagonizaba escándalos por culpa de la bebida. Tengo pedido alguno de Tom Wolfe. Del Wolfe primerizo, el de los ensayos y los artículos y las crónicas sobre los desmadres y la locura de los años setenta. Si la librería tuviera página web o nombre, podría recomendársela a los buscadores de rarezas. Pero creo que, de momento, es necesario ir a la Calle Mira el Sol, entrar en el local, observar los anaqueles y deleitarse con la paz que desprende la tienda.