El verano pasado, el actor Owen Wilson se cortó las muñecas e ingirió un montón de pastillas en un intento de suicidio del que poco ha trascendido, salvo el rumor de una posible depresión tras su ruptura con la actriz Kate Hudson. Uno de sus dos hermanos (ambos actores: Luke y Andrew Wilson) lo encontró tirado en la cama. Se recuperó en un hospital de Los Ángeles. Lo que más atrajo a quienes hemos visto sus películas es que, en “Los Tenenbaums”, esa obra maestra de Wes Anderson (el único director que le ha dado buenos papeles a Owen), un personaje interpretado por Luke Wilson quería suicidarse cortándose las venas, por culpa de un desamor. No lo conseguía. Pero la sorpresa iba más allá: Owen había escrito el guión con Anderson, y luego él mismo imitó a la ficción que crearon. Hace poco vi el nuevo y estupendo filme de Anderson, “Viaje a Darjeeling”. Aquí, es el personaje de Owen Wilson quien relata un intento de suicidio. Tras rodar esta película, Owen lo intentó de verdad. Los saltos entre la ficción y la realidad ponen la piel de gallina. Parece como si al tándem Wilson / Anderson le obsesionara el suicidio.
Hollywood está acostumbrado a este tipo de historias sórdidas: asesinatos, sobredosis, suicidios, detenciones policiales, juicios, temporadas en la cárcel. Lo cual no significa que no se sorprenda con algunas noticias, si atañen a actores jóvenes. Owen Wilson va a cumplir cuarenta años y, vale, ya no es tan joven, pero no los aparenta. Y además, seamos francos, sorprende que un actor de comedia sea un tipo triste o con tendencias suicidas: creemos, en nuestra ingenuidad, que quienes hacen reír son personas alegres, y las evidencias demuestran lo contrario. Brad Renfro, de veinticinco años y una biografía surtida de escándalos, arrestos, drogas e ingresos en prisión, murió hace menos de un mes por una sobredosis. La noticia no golpeó tanto. Era lo que califican como un chico malo, rebelde, sin futuro. No estaba involucrado en grandes proyectos, y su momento de gloria (“El cliente”, “Sleepers”, “Verano de corrupción”) queda lejos. En los últimos años eran frecuentes sus detenciones y las fotos de su ficha policial corriendo por la red. Tampoco era muy conocido, no era una estrella. Su muerte, pues, no sorprendió tanto.
Todo lo contrario es lo que ha sucedido con el actor australiano Heath Ledger. Su muerte por ingesta de somníferos y tranquilizantes (a estas alturas prosigue la investigación para aclarar las causas) ha sido un mazazo. Actor joven, presuntamente sano, nominado al Oscar por su papel en “Brokeback Mountain” y metido tanto en producciones indies (“I’m Not There”, esa variante sobre Bob Dylan) como en películas que causarán furor (“El Caballero Oscuro”), con unas cuantas interpretaciones notables a sus espaldas. En los medios de comunicación se ha hablado mucho esta semana de su papel como pastor de ovejas bisexual en “Brokeback Mountain”, aunque en algunos telediarios dijeron “Muere el vaquero gay”, equivocando realidad y ficción y haciéndose un lío con el personaje. Son las servidumbres de la fama que proporciona el Oscar. Porque a Ledger también deberíamos recordarlo por ser lo único salvable de la comedia teen “Diez razones para odiarte” (Joseph Gordon-Levitt aún estaba muy verde), por sus papeles de cobarde en “Monster’s Ball” y “Las cuatro plumas”, o por “El secreto de los hermanos Grimm”. Pero, para mí, su mejor registro está, probablemente, en “Candy”, película dolorosa sobre una pareja enganchada a las drogas, sobre la autodestrucción, ese tema tan presente en Hollywood. Dentro y fuera de la industria.