Todo el mundo habla, escribe y opina de la crisis en el PP, con el asunto entre Mariano Rajoy, Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón. Y yo, mientras tanto, me divierto mucho con este festín de desvaríos, acusaciones y jugarretas. Si a veces es placentero observar cómo los partidos políticos se dan cuchilladas unos a otros, resulta aún más regocijante ver cómo se sacuden el polvo los miembros recogidos bajo unas mismas siglas políticas. En esta función cada uno cumple su papel, el papel que le ha tocado. Rajoy es el traidor. Aguirre, la bruja mala. Y Ruiz-Gallardón, el niño llorica que se va corriendo a casa después de que le partan la cara en el recreo. Los tres tienen detractores y defensores. También podríamos llamarlos “el bueno” (Gallardón), “el feo” (Rajoy) y “la mala” (Aguirre), pero sería desprestigiar al clásico de Sergio Leone y a los tres inmensos actores que interpretaron a esos personajes. Gallardón ha sido capaz, hasta ahora, de convencer a votantes de izquierdas y de engatusar a algunos votantes de derechas, pero sus maneras liberales o como se llamen ya no cuelan, no consigue meterle el gol a los de su misma cuerda. En el PP saben que él se aparta demasiado de la derecha como para aflojarle la correa. De ahí, supongo, toda esta comedia de enredos y vilezas. En la prensa internacional califican la decisión de Rajoy de “giro a la derecha”. Más que un giro, deberíamos hablar de un volantazo. Rajoy lleva años cumpliendo su papel, o sea, marioneta de Aznar.
La política, sin embargo, necesita de estas polémicas y tumultos y de estos desmoronamientos internos. Los necesita para sobrevivir. Me explico. Para sobrevivir de cara a los ciudadanos, a los votantes, a la opinión pública. Porque el panorama político, a menudo, es tan aburrido que pierde interés. Pierde fuelle y el personal cambia de cadena cuando los candidatos aparecen en televisión o deja de leerse los editoriales de los periódicos que tratan el tema. Un caso como éste sirve para avivar el debate. Para que la gente vuelva a estar interesada. Para que, en la barra del bar y con un chato a mano, o en la cafetería y con un chocolate con churros en la mesa, el personal comente la jugada, hable de este o de aquel, critique a unos cuantos y ensalce o se compadezca de unos pocos. Se necesitan estas polémicas. Aunque el debate, a veces, corre el riesgo de tomar un sesgo más parecido a un “Aquí hay tomate” político que a otra cosa. En este país no hay apenas debate serio, y todo se convierte en el Tomate o en el esperpento donde unos y otros se dan cuchilladas. Que disfracen el asunto PP como quieran, pero lo cierto es que revela la verdadera naturaleza del hombre, esto es, que aquí cada cual va a lo suyo y que a nadie, absolutamente a nadie, le interesa el bien del pueblo, sino el beneficio propio. Todos quieren su éxito, quieren lograr sus metas, llegar a lo más alto. Ser presidentes. Destacar. Poner la zancadilla al rival. Me da lo mismo uno que otro. Me da lo mismo el color y la ideología bajo la que se amparen.
La atención de la opinión pública vuelve a centrarse en los asuntos políticos. Es una pena que dramones de este calibre sean los que el país necesite para devolvernos el interés. Mediten sobre ello. Incluso yo me atrevo a hablar del tema. Y eso que la política dejó de interesarme totalmente el día en que Miguel Ángel Mateos entregó el poder al PP zamorano. Ese día sufrí (sufrimos) tal decepción que no había vuelto a leer noticias de esta clase. Hoy es inevitable: esta telenovela del asunto Rajoy/Aguirre/Gallardón nos entra por las orejas aunque no queramos escuchar y por los ojos aunque no queramos ver.