Dublín. En la calle. A la puerta de una discoteca. Una discoteca de moda, supongo. Hay un grandullón en la entrada, vigilando el paso de quienes entran y salen, diagnosticando a quienes franquean el umbral para saber si pueden o no dar problemas o si se ajustan al patrón que su jefe ha establecido: éste puede entrar, aquel no, etcétera. Dos amigos, bien vestidos, bien aseados, sin barbas ni melenas, se dirigen a esa discoteca. Uno de ellos es español. El otro, brasileño; pero, como se verá luego, al brasileño lo considerarán español. La montaña con espaldas de trolebús que está en la entrada proviene de algún país del este, así como los dueños del local. Probablemente rumanos, me cuentan. Cuando los dos amigos van a entrar y saludan educadamente antes de pasar junto al portero, éste les hace el clásico examen visual. De arriba abajo. Calzado, ropa, cara, etcétera. Unos y otros hablan en inglés, pero el portero ya sabe identificar las nacionalidades, supongo que por el acento o por los rasgos. En inglés, el tipo de la puerta les prohíbe el paso. “No podéis pasar”. Nunca les ha ocurrido esto, así que el español pregunta: “¿Por qué no? ¿Cuál es la razón?”, dado que van bien vestidos, no meten bulla y guardan las apariencias que se suelen exigir en las grandes discotecas. “Porque no. No hay razón”, dice el tipo. Y luego añade: “Porque sois españoles”. Entonces se enteran: allí no dejan entrar a los españoles y tampoco a los italianos. A los hombres. A las mujeres españolas e italianas, o sea, las chicas más guapas de Europa, a esas sí les permiten el acceso.
Se dan por vencidos, tras esgrimir el portero las razones de la prohibición. Se apartan de la puerta, para que el resto de la gente supere o no la prueba, y entonces reparan en un grupo de tipos que hay allí al lado, que habían observado el desarrollo de la escena. Uno de estos tipos dice: “Sois españoles, ¿verdad? No os han dejado pasar por ser españoles, como nosotros”. Resulta que el grupo está formado por españoles a los que han ido negando la entrada y se han conocido allí, junto a la puerta. “No dejan entrar a los españoles ni a los italianos”, dicen. La culpa de esta decisión xenófoba no la tiene el portero, claro, sino el dueño del club, que es quien corta el bacalao. Los españoles (y el brasileño, que no es español, pero como si lo fuera, y además tiene raíces gallegas) se van, pero no saben por qué precisamente a los de España e Italia les impiden la entrada. ¿Tenemos fama de armar bronca? ¿De bebedores? ¿O es porque los españoles e italianos tienen éxito con las mujeres, porque saben más de requiebros y de echar capotes en los lances femeninos? Vaya usted a saber.
Todo esto me lo contaron hace unos días. Una de las personas que lo vivió. Ahora demos la vuelta a la situación. Imaginemos que la discoteca es española, que los dueños son españoles y que deniegan la entrada a, no sé, los rumanos o los irlandeses. Sólo por el mero hecho de ser rumanos o irlandeses. Que esto suceda en una discoteca de Ibiza, por donde se pasea tanto extranjero. Que fuera allí donde esgrimieran la nacionalidad para prohibir el acceso a un garito. Si eso sucediera en España (o igual ya sucedió y no nos hemos enterado), se montaría un pollo descomunal. La prensa y la televisión enviarían allí a sus corresponsales. En los programas de reportajes amarillos entrevistarían al portero, al testigo, a los que no dejaron entrar y a la vecina del quinto, que conoce el paño y puede asegurar que la cosa está fatal. Los políticos lo denunciarían en una rueda de prensa. En los medios saldría la imagen de España como un país racista y xenófobo. Se montarían manifestaciones. Habría ruido.