jueves, diciembre 06, 2007

Obituarios

Los muertos célebres no pasan desapercibidos, y les tributan constantes homenajes en los medios de comunicación. Del fallecimiento de estos uno se entera en seguida, aunque no acostumbre a tragarse los telediarios ni a leer los periódicos. En algún momento (en la televisión de un bar, en mitad de una conversación de amigos, al hacer zapping) se entera de quién ha muerto y de la biografía del finado. Se entera el mismo día de la muerte, o al siguiente. Los medios y los ciudadanos se encargan de recordar esa desaparición.
En otros casos, cuando el desaparecido no era tan famoso, o los medios no consideraron que debería encabezar la primera plana de las noticias, o su vida y su obra no acarreaban la correspondiente fama, es difícil enterarse de esas muertes. Quizá en los diarios digitales salgan en portada, pero duran cinco minutos y luego la actualidad los relega a un plano secundario, se pierden entre la maraña excesiva de noticias, efemérides y acontecimientos. De vez en cuando, para remediar esto, entro en la sección de Obituarios del diario El Mundo. Lo cual me permitió hace días enterarme de la muerte de Peter Viertel, escritor y guionista que no soportó la tristeza de ser viudo de la bella Deborah Kerr, y murió menos de un mes después que ella. Viertel escribió el guión de “La Reina de África”, esa maravilla, y Clint Eastwood lo retrató en una de sus mejores películas, “Cazador blanco, corazón negro”, en la que Jeff Fahey interpretaba a ese hombre, con el apellido cambiado. Veinte días después, y casi por casualidad, mientras navegaba por algunos blogs de la red, supe de la muerte de Ira Levin. Levin escribió varias novelas de éxito, muchas de ellas llevadas al cine. Y el año pasado me dio por leer la más célebre, “La semilla del diablo” (aunque deberíamos nombrar sólo su título original, más certero e intrigante, “Rosemary’s Baby”). Siempre había creído que era una novela mala de la que Roman Polanski extrajo el germen de una gran película. Pero por fortuna me equivoqué. La novela es muy recomendable. Tiene un poder de sugerencia que mantiene en vilo al lector incluso aunque se sepa el filme de memoria. En cada página late la incertidumbre, la sospecha, el ambiente malsano que juega con una doble baza: confundirnos, para que no estemos seguros de si la protagonista está loca o si son sus vecinos quienes traman una red a su alrededor. Si yo llegué, el año pasado, a leer este libro de Levin fue gracias a Montero Glez, que suele recomendarlo con entusiasmo.
Esta semana he sabido de la muerte de un tipo cuyo nombre quizá suene poco por ahí. Fue un ídolo fugaz de mi infancia. Se llamaba Evel Knievel. Un motociclista célebre en otros tiempos por sus acrobacias. Solía utilizar una indumentaria hortera en sus espectáculos. Se subía a la moto y se lanzaba por rampas a volar por los aires. Dicen que se rompió más de cuarenta huesos. Fue un ídolo fugaz de mi infancia porque lo descubrí gracias a una película de los años setenta en la que se interpretaba a sí mismo: “Viva Knievel”. Me fliparon sus acrobacias. Vi la película varias veces y luego le perdí la pista. No supe más de sus filigranas. A quienes me conocen, esto les puede resultar raro, ya que no me interesan los coches ni las motocicletas. Pero en el tiempo de la infancia me interesaron. Por eso también me sedujo, en aquellos años, una película de Burt Reynolds titulada “Hooper, el increíble”, donde el actor era un especialista, un doble para las escenas arriesgadas de caídas y de coches que volaban por el cielo. Tarantino, por cierto, citó este título en su última película.