No lo oculto: tenía ganas de pasar una temporada en mi ciudad natal. Lo que ocurre es que resulta muy diferente lo que uno cree que va a hacer y lo que luego, finalmente, hace en realidad. Unos días antes de venir a pasar las navidades me imaginaba a mí mismo dando paseos por las callejuelas del casco antiguo, haciendo varias visitas a mis parientes, entrando y saliendo de los comercios, yendo de un lado para otro. Pero luego llega la realidad, y esto es lo que uno hace: por el día, leer mucho; por la noche, ir a los bares. En este sentido, el Ávalon Café es como mi segundo hogar. Cada época de nuestra vida tiene un garito en el que pasar más horas que en el resto de locales. Por la tarde se engancha uno a los libros y se dice: “Saldré en breve, voy a leer un par de capítulos más”. Pero no sale. La farra nocturna, además, le deja a uno agotado para el día entero.
Me cuesta reconocer la ciudad en esas caminatas breves desde casa hasta los bares. A mí me parece (pero podría estar equivocado) que la ciudad tuvo una vez sus señas de identidad. Calles y edificios y baldosas que habían arraigado en nuestra memoria y que estaban bien, o por lo menos no desentonaban. En mi recuerdo, Santa Clara, una calle por la que evito pisar cuando hay gente, o sea casi siempre, es un lugar de baldosas de color rosado, de tonos salmón. Luego, cuando regreso y paso cerca de Santa Clara y miro hacia allí, la realidad me asesta un puñetazo. Y me doy cuenta: esa calle ya no es la misma, no tiene baldosas de color, sino que han sido sustituidas por el gris. Ese baldosín de la China, o de donde sea, que posee el tono de la tristeza y la tendencia a ensuciarse demasiado. Ese mismo tono apagado, que invita a la depresión cuando uno camina una noche laborable por la ciudad, es el mismo de San Torcuato. Y compruebo, compungido y un poco soliviantado, que es idéntico al de otras calles que estos días terminan de “arreglar”. Veo farolas que, como dice un amigo, no están mal, pero que estéticamente no pegan con su entorno. Veo plazas a las que robaron la alegría y la sustituyeron por un patrón, por unas señas de identidad que se repiten en otros puntos de la urbe. Veo luces en el suelo que me recuerdan a las pistas de un aeropuerto. Ese es el mundo hacia el que caminamos: calles idénticas, parques idénticos, fuentes y rotondas idénticas, mentes y actitudes idénticas. Ese tipo de igualdad, a la postre, es una basura. Parece que nuestros políticos creen que el futuro y el progreso consisten en cargarse los árboles, los jardines, las plazas y las farolas de toda la vida y sustituirlos por baldosas tristes, plazas mustias y columpios de plástico.
A pesar de que, en cada regreso a esta provincia, compruebo con mis propios ojos todos estos cambios, la memoria es caprichosa y un poco dictadora y, cada vez que evoco sus calles cuando estoy lejos, éstas vuelven a ser como eran antes de marcharme de aquí. Se detecta un contraste entre la estética actual y gris de la ciudad y el espíritu juvenil y entusiasta de las nuevas generaciones. Quiero decir que las nuevas generaciones, “los que vienen detrás”, tratan de añadirle colorido a la ciudad. Quieren hacer cosas, contribuir al sentido cultural de la ciudad, formar bandas de música o rodar cortometrajes o escribir libros que las instituciones locales jamás apoyarán, celebrar conciertos, enchufarle algo de vida a este sitio. Dicen las encuestas que a los ciudadanos les preocupa menos la despoblación. A mí todavía me preocupa, porque la historia de aquí consiste en movimientos migratorios y talentos desaprovechados que se largan. Pero, de ese asunto, quizá hablemos otro día.