Fuimos a dar un paseo por El Retiro. Es un lugar al que sólo voy una vez al año, o sea, cuando se celebra la Feria del Libro. Quedé con varios amigos en una de las entradas y por allí ya se veían los primeros síntomas de lo que suele ser ese parque en una tarde de sábado: gente paseando, parejas con niños, gitanas que intentan vender ramas de olivo, hombres disfrazados de personajes de dibujos animados, vendedores de globos, artistas callejeros. Una vez junto al estanque, observé que éste estaba repleto de barcas. A todo el mundo le había dado por alquilar una embarcación y ponerse a remar y a hacerse fotos. Lo entendería si el estanque fuera más grande o estuviera menos agobiado de gente. Hacía mucho que no iba por El Retiro, porque ir a ver casetas de libros no cuenta. Separados entre ellos por unos pocos metros había videntes con su tinglado: una mesa, dos sillas y las cartas. De vez en cuando pasaban patinadores. Uno de ellos me pasó al lado como una centella, y con el aire que levantaba nos despeinó a todos. El tipo era un homenaje al mal gusto: unos cincuenta años como mínimo, bigotillo y calva y sonrisa de sátiro, con los brazos esqueléticos y las piernas raquíticas al desnudo, con un mapa de arrugas en la cara, con una ropa propia de niña, y haciendo ademanes de bailarín gay. Había gente que pintaba retratos y caricaturas. Había numerosos teatros de marionetas para los niños. Bandas de músicos que tocaban la trompeta y el acordeón y algún otro instrumento, y que se acercaban a las terrazas a mendigar una limosna, y cada cual tocaba lo suyo, sin integrarse en la melodía ni tratar de congeniar. Y más gente disfrazada de animalitos de Walt Disney. Me llevé en la memoria a unos cuantos personajes pintorescos.
En un banco de piedra vimos a una chica dormida. No se trataba de una mendiga, ni de una alcohólica, ni de alguien con harapos. Sólo era una muchacha echando la siesta. Lo digo porque no es usual ver a alguien joven durmiendo en un banco. La observamos durante unos segundos. Dormía plácidamente. Cuando quien duerme en la calle es un vagabundo o alguien hecho a la intemperie o un borracho, eso se nota en sus facciones: suelen tener el rostro algo crispado, como si se ahogaran en un sueño que es igual de agotador que la realidad, que su realidad. Esta chica no lo tenía. Admiro a quienes tienen ese coraje. Ir solos a un parque, tumbarse en la hierba o en un banco y echarse a dormir. Yo no podría hacerlo. Se necesita mucha fe en el ser humano para hacerlo. Yo sería incapaz de conciliar el sueño pensando que, si me quedo dormido, empezarán a acercarse los locos, los carteristas, los ladrones, los violentos. Unos, a robarme. Otros, a tocarme las narices o a darme una paliza.
Primero paseamos y luego nos sentamos en una terraza. Curiosamente, aquel día salió mi artículo sobre la gente a la que me encuentro: tipos raros, celebridades y gente de mi tierra. Y curiosamente eso se cumplió en el fin de semana: fui a ver la exposición sobre Arthur Rimbaud y dentro estaba Antonio Gala; fui al Retiro y me harté de tipejos; fui al cine a ver “Gone Baby Gone” y en la misma sala estaban Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo. Y abandonábamos ya El Retiro cuando me encontré a mi amigo Antonio Civantos y a su mujer. Para mí son zamoranos. Pero hacía años que no los veía en persona y tardé unos segundos en reaccionar cuando ellos me pararon. Nos saludamos, comentamos brevemente la jugada y nos despedimos porque yo no quería hacer esperar a mis amigos, que iban con sus hijos y éstos ya reclamaban su derecho a regresar a casa porque empezaba a refrescar.