Un debate muy frecuente estos días ha sido el de la inmovilidad cuando presenciamos un acto de violencia. Por lo del tren y la agresión a la menor, ya saben. La sociedad se echó encima del testigo argentino que no se levantó a darse de puñetazos con el agresor. El problema es que se está muy bien en casa, sentado en el sofá, viendo la tele, cómodo y a salvo, y se puede decir lo que uno quiera, y ser valiente desde el sofá, sin meterse en el brete. Estar en casa, viendo las asquerosas imágenes del chulo aquel, y decir: “¿Por qué el chaval que está sentado cerca de ellos no se levanta y lo impide? Ya le vale”. Pero un asunto muy distinto es ser el testigo y estar metido en el ajo de verdad. Me refiero a estar sentado ahí, viendo cómo un impresentable insulta y agrede a una chica, y notar cómo la adrenalina fluye, y cómo sentimos en el culo esas cosquillas especiales que surgen cuando hay miedo en el ambiente, y cómo medimos al tipo, y lo miramos de reojo pensando que habría que hacer algo, levantarse a darle una hostieja, o pedirle que pare, o calcular en silencio cuál puede ser la manera de pararle los pies. Y luego, probablemente, sospechar que, si decimos una palabra más alta que otra, si le llamamos la atención al tipo, si nos levantamos del sitio para luchar cuerpo a cuerpo, saldremos mal parados, que el tío volcará en nosotros su violencia y nos dará a nosotros la patada en la boca, la paliza. O igual no, nunca se sabe (esto último lo digo porque hay hombres que sólo son capaces de pegar a las mujeres, pero no a otros hombres). Es muy diferente verlo desde casa, en la tele, que vivirlo.
Por lo general, no sirve de mucho que uno intervenga para evitar un acto violento. Además, pocos se levantarían a pelear. La experiencia me ha demostrado que quien media en una bronca (o similar) es quien acaba recibiendo el puñetazo, la patada, la paliza o incluso el navajazo. Conocemos bastantes casos de peleas a la salida de las discotecas y de los bares en los que al final muere el hombre que se acercó a mediar. El mediador suele llevarse la peor parte. Siendo adolescente, tuve una pelea curiosa en una discoteca de Zamora. Empezaron a discutir un amigo mío y un bocazas que había por allí. El bocazas y sus amigos andaban con ganas de bronca y soltaron las acusaciones. Que si mi amigo les había empujado, que si tal, que si cual. Quise mediar entre ambos, en plan pacífico, y me llevé el primer puñetazo en la cara. Luego rodamos por el suelo y el asunto me demostró que mediar sólo me había servido para llevarme el golpe destinado a otro. En La Marina, en aquellos tiempos turbulentos de finales de los ochenta en que cada noche presenciaba una gresca, a muchos tipos les rompieron la cara sólo por querer intervenir y aplacar los ánimos de los contendientes.
Una historia peculiar ocurrió cuando iba al instituto. Tres colegas estábamos en un parque. A uno de ellos le dio por hacer el ganso. Cogió al otro y le agarró por el cuello de la camisa, como si fuera a pegarle. Yo los observaba, divertido, porque toda la escena era un juego, una broma. Pasó por allí un chaval. Creyendo que mis amigos iban en serio, le dijo al primero que no abusara del segundo, que se metiera con él, que era de su tamaño. Alguien dijo que estábamos bromeando, y el espontáneo no se lo creyó y quiso saltar al ruedo. Le plantó cara al primer amigo, y éste, ofendido y cansado, le partió la cara de varios puñetazos. La experiencia enseña estas cosas. El miedo paraliza el cuerpo. Quiere todo esto decir que sí, que se debería mediar, pero, ¿de verdad tú lo hubieras hecho? ¿Hubieras recibido la patada en la cara para proteger a la chica? Sólo podemos saberlo en el momento preciso en que sucede.