Debo acostumbrarme a ciertas incidencias relacionadas con el barrio en el que vivo. Y procuro hacerlo. Mi lado canalla sabe que, en el fondo, es mejor que te rodee el peligro y no la comodidad. Quiero decir que, si viviera en una zona de ricos, viendo todo el día a gente que pasea a perros vestidos con chaleco y cuya mayor aventura consiste en discutir con una maruja en la cola de la pescadería, me aburriría mucho. De modo que asumo lo que padezco, y lo hago mío.
Me acostumbro a encontrarme con broncas al salir de casa. A unos metros topo con personas que miran hacia una bocacalle y a cuanto sucede allí. Algunas miran con asombro. Otras, con rutina y casi con apatía, como quien observa llover. Lo que miran, lo que yo mismo me pongo a mirar, es lo siguiente. Dos tíos se pelean a puñetazos. Sólo son las siete de la tarde. Se están partiendo la cara y bailan entre la acera y la calzada. Un tercero trata de separarlos. Es el mediador. Sobre los mediadores escribía yo el otro día, y compruebo que no me falta razón. El mediador se pone entre ambos. Los sujeta, cada brazo extendido hacia un contrincante, cada mano apoyada en el pecho de un boxeador. A uno de ellos no le parece bien y le suelta un gancho de izquierda al mediador. El mediador, sorprendido, le da un derechazo. Sigo mi camino. Me acostumbro a regresar de madrugada en un taxi y a este diálogo habitual con el taxista: “¿A dónde les llevo?”, pregunta. “A la Plaza de Lavapiés”, digo. “No, yo en Lavapiés no entro”, responde. “Bueno, pues déjenos lo más cerca posible”. Lo más cerca posible es la esquina junto a La Casa Encendida. Es un paseo de cinco minutos, pero a las tantas de la noche y con ganas de entrar en casa no apetece. Durante ese paseo veré borrachos tirados en los bancos, parejas ebrias que tratan de volver a su piso, mendigos que duermen metidos en un saco junto a un portal, grupos que conversan o comparten una litrona. Me acostumbro, en el último tramo previo al portal, a sortear los escollos plantados en los adoquines de la acera, los frutos de la madrugada: montones de mierda, charcos de orín, vomitonas, una botella rota, una cómoda desvencijada, un adoquín suelto, un envoltorio que arrastra el aire nocturno. Me acostumbro a que, cada poco, alguien aporree el claxon, y con razón: siempre hay un coche que bloquea el acceso al garaje. Me acostumbro a ver redadas de camellos. La policía acorrala a un grupo de chavales, les hace poner la documentación encima de los coches y los registra. Me acostumbro a ver composiciones insólitas: en la plaza, junto al kiosco, un carro de la compra y a su lado una lámpara de pie, muy vieja. Una lámpara en la calle.
Me acostumbro a ver a algún niño solitario que hace eses al caminar. Está como mareado. A ratos se ríe. A ratos suelta alguna incoherencia. Y ya sé el motivo de esos síntomas. Ha esnifado pegamento. Me acostumbro a oír los berridos de madrugada de un grupo de fulanos, justo bajo el balcón. Es sábado, por ejemplo, y no he querido salir. He preferido ver un par de películas en el piso. Los hombres de abajo, sentados en el suelo, se han chutado algo. Porque uno de ellos berrea lo mismo, un ruido raro como si estuviera vomitando y cantando a la vez, durante horas. Dan las doce. La una. Las dos. Las tres de la madrugada, y uno tiene los nervios destrozados porque el berrido no cesa (“¡Brrrreeeeeeeeeggghhhh!, ¡Brrrreeeeeeeeeggghhhh!”). Una y otra vez. Se oye a una vecina gritar: “¡A ver si os calláis de una puta vez!” Me acostumbro a que todo dios me pida algo: tabaco, fuego, dinero. Pero no tengo tabaco, ni fuego, ni dinero. Mi lado canalla, en el fondo, se divierte con estos circos.