A estas alturas ya sabrán que siempre estoy dando la brasa con la literatura. Los libros que compro, los libros que leo, los escritores que me interesan, y tal. Creo que es lo más sano que puedo hacer dentro de mis limitaciones. Quiero decir que un individuo que se dedica a leer y a escribir no sabe hacer muchas cosas más. Recomendar libros con el único objetivo de compartir gustos, de mostrar a otros lo que hemos descubierto o lo que nos ha gustado o lo que nos parece reseñable, es una actividad que a mí me satisface sobremanera. Pero ese goce no sería completo, creo yo, si no contagiáramos nuestro entusiasmo a otras personas. Un tío que abre un blog sólo para descuartizar todos los libros y criticarlos y ponerlos a parir no sirve de mucho, salvo para hacernos perder el tiempo y comprobar que sólo es una pose; ese hombre no contagia nada, si acaso odio. A veces me llegan respuestas de ese contagio. Gente que me escribe y me agradece la lectura de tal o cual libro. No siempre estamos de acuerdo, porque sobre gustos no hay nada escrito, dicen. Cuando ese contagio se cumple, yo me siento un poco más satisfecho.
Hace poco salí a tomar algo con varios amigos zamoranos que viven en Madrid. Ya no recuerdo si yo empecé la conversación literaria con uno de ellos. Pero al cabo de un rato me dijo que me iría a hacer una visita a casa, para que le prestara algunos libros. Cuando un colega me dice esto sé que no lo hace para evitar sacarse el carnet de la biblioteca. Lo hacen por otro motivo. Les gusta que les recomiende, que les aconseje, que les preste un volumen que me haya entusiasmado, por ver si a ellos también les gusta. Un rato después me puse a hablar con otro de mis amigos. Le conté que últimamente me interesa mucho la literatura testimonial relacionada con guerras, genocidios, cárceles, campos de concentración. No la novela histórica, y eso, no la novela de un hombre que se documenta y especula con lo que pudo ocurrir hace años, cuando él ni siquiera había nacido y no lo vivió, sino esos cuadernos y novelas basados en la experiencia propia, la experiencia de gente que sufrió de veras y en sus carnes todas esas aventuras, personas que estuvieron al borde de la resistencia y de la locura. Este amigo me dijo lo mismo que el anterior, que le prestara esos títulos o, si no, ya se los compraría él. Se interesó por esos libros. Una vez, cursando segundo en el instituto, un tipo que se sentaba conmigo y que jamás leía un libro, me dijo una mañana que le recomendase algunas lecturas. Años atrás otro de mis colegas me pidió que le hiciera una lista de libros y autores.
La primera vez que vi ese anuncio que sale en la televisión, y que dice “Si tú lees, ellos leen”, lo consideré una patraña. Pensaba que no era posible que, si un padre está leyendo, el hijo lo imite y busque un libro y se inicie en el hábito de la lectura. Lo pensaba porque los hijos, a cierta edad, suelen hacer justo lo contrario que los padres. Si el padre no fuma ni bebe, ellos fuman y beben para salirse del modelo. Ahora no estoy tan seguro. Porque, de algún modo, la lectura se contagia entre las personas. Cuando le hablas a alguien de lo que has leído, y se lo cuentas como si vivieras dentro de un mundo maravilloso en el que él aún no ha entrado, esa persona termina interesándose. Y ese entusiasmo, precisamente, es el que debería ser norma en los planes de estudios. Tuve algunos profesores buenos, en Lengua y Literatura. Supieron entusiasmarme. Otros, en cambio, me hicieron creer erróneamente que las grandes obras de la literatura eran un tostón. Me aburrieron. No me contagiaron.