Me convencieron para acercarnos hasta el Teatro Español y asistir al velatorio de Fernando Fernán-Gómez. El edificio queda a menos de diez minutos de casa, a pie. No quería ir porque intento evitar los velatorios y cualquier situación en la que expongan un cadáver. Por suerte, el féretro estaba tapado. Junto a la entrada había vallas y los curiosos se apostaban allí, para ver a los famosos. Detrás, en torno al busto de Lorca, estaban las cámaras, los periodistas y las furgonetas donde almacenan el equipo. Entramos al mismo tiempo que una remesa de señores y el personal de la puerta nos mandó subir al tercer piso. Supongo que, para guardar cola y acercarse al escenario, había que ser famoso. Mejor así: prefería ver el conjunto de lejos.
Al asomarnos a la barandilla del tercer piso (yo un poco apartado de la misma, por culpa del vértigo), allá entre señores de pelo cano y, en general, gente mayor, vi en seguida al primer famoso: José Luis Rodríguez Zapatero estaba en el escenario, y no me lo imaginaba porque aquel día pasé de las noticias. Eran más o menos las siete y pico de la tarde. Zapatero: sentado entre la viuda, Emma Cohen, y el entrañable actor Manuel Alexandre. Desde allá arriba me pareció que Alexandre era el más torturado por el dolor y las lágrimas. Sus manos envolvían la mano izquierda de Zapatero, que de ese modo le daba algo de consuelo. Me afligió más la figura desvalida de Alexandre, uno de los pocos supervivientes de la cuadrilla de amigos del Café Gijón, que la muerte de Fernán-Gómez. Se escuchaban tangos y en el escenario vi coronas de flores y veladores y sofás para recrear el ambiente de los cafés. De vez en cuando, alguien se aproximaba al atril para leer un poema a la gente que atiborraba la sala. La persona con la que yo iba, al ver al presidente, me advirtió de su extrañeza: nadie nos había cacheado y no había sistema de seguridad ni un detector en la entrada. Miré alrededor, de reojo, con disimulo. Y dije: “Eso es lo que tú crees. Si te fijas bien, ahora nos están observando desde varios ángulos”. Por ejemplo, en uno de los palcos del piso en el que estábamos había un guardaespaldas grandullón de traje, cabeza afeitada y espaldas de morlaco, que no me quitaba el ojo de encima. Lógico: en aquel bosque de canas y olor a naftalina yo era el tipo con más pinta de sospechoso (pelo largo, rostro sin afeitar, botas negras, chupa de cuero). Sabía que, si me daba por hacer un movimiento en falso, tendría encima a diez gorilas antes de parpadear. Vimos desfilar a los famosos: Imanol Uribe, Luis Eduardo Aute, Pilar Bardem, Daniel Guzmán… Tras una hora, más o menos, Zapatero se despidió de los actores y se marchó en medio del aplauso general del público. Pensé en mi abuelo materno; le hubiera encantado aquella escena: homenaje a un actor rojo e identificado con el pueblo, artistas y personal de la izquierda, un presidente socialista. Más tarde pensé en mi abuelo paterno: al contrario, no le hubiese gustado nada. Fue raro tener un abuelo de izquierdas y otro de derechas.
La presencia de Fernán-Gómez engrandecía cualquier película, por mala que ésta fuese. Todas sus interpretaciones merecen la pena; dejemos aparte su malhumor. Pero en mi memoria hay cinco momentos que me marcaron. Su doblaje para la serie “Don Quijote”: para mí el hidalgo siempre tendrá su voz. Su papel humorístico en “El pícaro”. “El viaje a ninguna parte”, historia de cómicos en ruta: me entusiasma la película y aún más el libro. La majestuosidad de palabra que gasta en “La lengua de las mariposas” cuando trata de usted al niño y le aconseja sobre la vida. Y, claro, “El abuelo”, donde se marcaba unos discursos antológicos.