Atravesamos la plaza del barrio. Se nos aproxima un vagabundo. Barba, gorro, hatillo o mochila. Parece, además, uno de los alcohólicos. Con mucha educación y ceremonia nos pide un céntimo. Estamos a mediados de mes y ya sólo me quedan unos pocos euros en el banco. Pero su amabilidad, su buen rollo, me conmueve. Me paro y le doy algo, no sé, una miseria, cuarenta céntimos o así, pero a él le vale. Sonríe, satisfecho. Me dice que cuide a M. Le digo que así lo haré.
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