Leo a autores rusos, últimamente. A Nikolái Leskov y “La pulga de acero”. Una especie de fábula sobre las diferencias entre los rusos y los ingleses. Una delicia preñada de humor. Para asombrar al zar, los ingleses inventan una pulga que baila cuando se le da cuerda con una diminuta llave. Los rusos, para demostrar que están a su altura, ponen herraduras en las patas de esa pulga de acero. Leskov recuerda a Nikolái Gógol y a esa maravilla que es “La nariz y otros cuentos”, libro que recoge el imprescindible relato “El capote”. A Edward Limónov e “Historia de un servidor”. Basada en sus propias experiencias, es una novela picaresca. Un joven ruso emigra a Estados Unidos y allí logra trabajar de mayordomo en una casa de ricos. Es un pequeño sueño para alguien pobre; sólo de esa manera se acerca a aquello que codicia: el fasto, el lujo, las mujeres perfumadas. Su novela no es muy diferente de la visión que presentan, a veces, John Fante y Charles Bukowski, pero visto desde la perspectiva de un ruso. Limónov todavía vive y anda por ahí dando guerra, metido ahora en política.
A Sergei Dovlátov y “La maleta”. Descubro, casi por casualidad, echando un vistazo a los saldos de una librería, a este autor. Un autor extraordinario, casi secreto. Un hombre de estatura inmensa, un oso con espaldas de armario. Emigró a Estados Unidos a finales de los setenta, huyendo del sistema político de su país. Bebía mucho, era uno de esos grandes bebedores de vodka. Trabajó en el periodismo y murió a los cuarenta y nueve años. Ebrio perdido. Sus frases son como ráfagas de metralleta. Son cortas, él va al grano, no se permite rodeos ni descripciones exhaustivas. “La maleta” es una metáfora magnífica. Cuando Dovlátov abandona su país, le dicen que sólo puede sacar tres maletas. Se conforma con una. Años después, asentado en Estados Unidos, la abre. Lo que contiene son unas pocas prendas, pero cada prenda está asociada a un recuerdo importante. La vida puede caber en una maleta. Compro, del mismo autor, “El compromiso”, que relata sus experiencias en el periodismo. No encuentro por ahí otro de sus libros, “Los nuestros”, pero ya me toparé con él. A Varlam Shalámov y la primera parte de sus “Relatos de Kolimá”. Ningún ruso me ha impresionado tanto como Shalámov. Es otro autor que va al grano, que te golpea con sus frases y sus sentencias como si, en vez de estar sentado en un sofá leyendo un libro, estuvieses asistiendo a un combate de boxeo en el mismísimo infierno, pero en un infierno blanco, rodeado de nieve. Intentaron silenciarlo. Quería contarnos el horror de los campos de trabajo del comunismo. Y vaya si lo hizo. Nos demuestra hasta qué límites se puede tensar el aguante físico y moral de un hombre. Un hombre hará lo que sea para sobrevivir. ¿Lo que sea? En el caso de Shalámov no, porque se negó a delatar, a medrar, a robar a otros. Hay pasajes en los que, tras haber logrado un poco de tabaco, se culpa por no haberlo compartido con sus compañeros del campo. Si obtiene un pan por un trabajo extra, en seguida lo reparte. El autor nos enseña que no debemos perder nuestra humanidad. Espero que salgan pronto los siguientes volúmenes. Son seis, en total.
En la mesilla me espera otro autor ruso, Vasili Grossman, y su novela “Vida y destino”. La leeré un día de estos. Y “Un escritor en guerra”, libro de Antony Beevor en el que se recoge documentación sobre Grossman. Sospecho que los lectores españoles (y estoy generalizando) tenemos cierto miedo de la literatura rusa. Creemos que todo son tochos, como “Guerra y paz” y “Los hermanos Karamazov”. Pero hay otros libros, otros autores más duros, más directos, más implacables.