martes, octubre 09, 2007

Represalia, de Gert Ledig

¿Cómo es posible que un autor que en la década de los cincuenta del siglo pasado fue alabado y celebrado como la gran esperanza de la literatura alemana llegase a desaparecer hasta tal punto de la conciencia de la opinión pública? ¿Qué había sido de él?, se pregunta Volker Hage en el posfacio de este libro, traducido por primera vez al castellano por Rosa Pilar Blanco.
La respuesta estuvo en las descripciones brutales, crudas, que aparecían en la segunda novela de Ledig, Represalia. No fue fácil para los alemanes leer cómo murieron soldados y civiles en las ciudades bombardeadas por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Ledig es frío, despiadado, en sus descripciones. Hombres que hierven al caer al asfalto quemado, niños cuya piel es arrancada por las bombas, un soldado norteamericano que pierde el juicio tras sobrevivir a tiroteos y a una caída desde el avión y a explosiones, fuego y amenazas, un soldado que pierde su nariz y la ve allá, en el suelo, mujeres que buscan a sus hijos en medio del humo y las llamas.
Represalia retrata los bombardeos a una ciudad alemana durante una hora y diez minutos. La acción alterna los padecimientos de varios personajes: soldados alemanes y norteamericanos, civiles, médicos y enfermeras, ancianos, sacerdotes... Ledig la convierte en una novela coral (en forma de mosaico, apunta Hage), estructurada en breves fragmentos de prosa ágil, de frases cortas y concisas, que golpean al lector, lo sacuden y lo dejan tieso. El autor posee cierto registro que lo emparenta con los escritores de novela negra. Represalia funciona como un tren que va a muchísima velocidad, y en cuanto uno se sube a él no puede abandonar la lectura. La descripción de una hora llena de horror, llamas y muerte exigía esa rapidez. Copio un fragmento de muestra:
El jefe del grupo del búnker alto corría como una máquina en medio del vapor borboteante y espeso.
Respiraba con los labios apretados y los ojos cerrados.
Tras chocar de cabeza contra una señal de tráfico, se tambaleó y cayó de la acera con los brazos abiertos. A la calzada. Al asfalto líquido.
Sonó un chirrido. El alquitrán produjo ampollas.
Retorciéndose de dolor, se revolcó convertido en una pella negra dentro de la masa pegajosa del asfalto.
No gritó, ni luchó. Era el calor el que dirigía sus movimientos.
El calor arqueó su cabeza hacia arriba y extendió sus miembros como si se abrazase a la tierra. Ya no parecía una persona, sino un cangrejo.
Murió de un género de muerte desconocida hasta entonces. Asado a la parrilla.