Algunas situaciones no cambian, por mucho que nos empeñemos. Creí que el forastero que habitaba en nuestro edificio se había marchado tras la irrupción de la policía, como relaté hace unos días. No fue así. Como el inquilino tenía llaves de todo, de las puertas del garaje, del patio, del portal, de los cuartos de la limpieza, andaba por ahí como Pedro por su casa. Me mostraron, en el portal, algunos de los desaguisados que el fulano había preparado. Se había llevado las empuñaduras doradas de los pasamanos que hay junto a una escalera. Había quitado pequeñas barras que ayudan a sujetar los cristales de las puertas de entrada al edificio. Me temo que, si ahora le damos un pequeño golpe al vidrio, podría caerse al suelo. Se había apropiado de objetos de ese estilo, que supongo habrá vendido en El Rastro. O se los habrá dado a un chatarrero a cambio de una miseria. Cada mañana, desde entonces, me he despertado pensando si el tipo se habría atrevido a dar un paso más. El temor a que, al abrir la puerta de casa, el granuja hubiese hurtado el pomo de la misma. O que intentara entrar en un domicilio. De modo que al final llamaron a un cerrajero. Cambió las cerraduras. La del portal, la de los cuartos, la que da a un patio, las de las puertas de acceso al garaje. Se repartieron las llaves nuevas. Al día siguiente, al entrar en el portal, observé algo. La puerta no se cerraba del todo. El pestillo era demasiado nuevo, no estaba engrasado. Conclusión: el tipo podía haberse colado otra vez. Podrá colarse cuando quiera.
Tampoco cambian los carteros. Todas las semanas les abro yo la puerta cuando llaman al timbre. Nunca preguntan por nadie en concreto. Jamás. Los días en que tengo un aviso de llegada de un paquete, y tengo que ir a buscarlo a la sucursal más próxima de Correos, son precisamente los días en que yo mismo he abierto el portal al cartero, tras su llamada al timbre del portero automático. En el papel, sin embargo, pone siempre que estoy ausente. No se pudo entregar por estar ausente de su domicilio. Así que, como todas las semanas me llegan paquetes, todas las semanas tengo que ir hasta Correos. Pierdo más de media hora, cada vez. Esto no me soliviantaría si no fuera yo mismo quien les abre la puerta. Quienes se dedican, como uno, a escribir todas las mañanas, sabrán de sobra lo molestas que son esas interrupciones en las que tienes que levantarte a abrir la puerta. Los demás, ni se lo imaginan. Son molestas porque te arrancan, de cuajo, del mundo en que estabas metido, del ensimismamiento que habías logrado, de la evasión mental y del dominio del tema sobre el que estabas escribiendo. Un día me quejé en Correos. Protesté sin armar ruido, esperando que el señor que había tras el mostrador me echara un cable. “Mire, en el papel pone que estoy ausente, pero yo he abierto al cartero. Esto me pasa a diario”, le dije. El tipo se encogió de hombros. Sonrió como diciendo: “Mira, eso es inevitable, no hay remedio”. Esa fue toda su ayuda. De nada sirve, tampoco, quejarse cuando te llaman de las empresas de telefonía, dando la tabarra con su publicidad. Siempre vuelven a llamar.
Así funcionan las instituciones. Policías que no evitan intrusiones. Funcionarios que se encogen de hombros. Carteros que hacen lo que les da la gana. Llega un momento en el que el ciudadano se pregunta si es posible cambiar las cosas. Es decir, si pequeñeces como las que cuento (o no tanto: prueben a tener a un extraño durmiendo y robando cada noche en su edificio), no parecen tener solución, ¿qué pasará con otros problemas mayores, más importantes para la sociedad en la que vivimos? Pues ya les digo lo que pasará. Lo de siempre. Nada. Encogimientos de hombros.