En diciembre del año pasado les conté que había un habitante incierto en el edificio en el que vivo. El habitante incierto, como en la terrorífica película española que así se titula. Nadie lo había visto, pero dejaba huellas: orín, colillas, excrementos. No era la primera vez que un tipo habitaba los rincones más sombríos del edificio, que se colaba aquí a vivir; eso me dijeron entonces. El tío de diciembre desapareció algún día. Pero en la última semana he sabido que, en el edificio, habita o habitaba un hombre, de extranjis, no sabemos si el mismo de la vez anterior u otro distinto. En esta ocasión no es un habitante incierto, o sea, alguien a quien no se le ha visto la cara pero que deja rastros evidentes de su presencia y de sus pernoctaciones, sino un inquilino. Un inquilino cierto, por decirlo de alguna manera. Alguien a quien ya le han visto la cara y el cuerpo. Un fulano que se ha paseado a sus anchas por el sótano, por los cuartos donde la mujer de la limpieza del portal guarda sus enseres, por el garaje, por el ático donde están las buhardillas y el sistema que pone en marcha el ascensor.
Todo comenzó con las inevitables huellas. Para empezar, una vecina descubrió colillas de canuto en el ático. Eso es algo que no haría un vecino, porque para eso tiene ya su casa, donde estará más a gusto, tumbado en la cama o en el sofá o donde quiera que fume la gente que fuma. No hay niños ni adolescentes en el edificio, ni gente que viva aún con los padres. Es decir, se trata de un inmueble con adultos que toman sus propias decisiones. Después advertimos que habían desaparecido los contenedores de basuras del portal. Cada portal del barrio tiene uno o más contenedores, de esos pequeños y manejables, con ruedas. Alguien los saca a la calle a media tarde y los retira por la mañana, temprano. Pues bien, los contenedores desaparecieron, y así nos vimos obligados, cada noche, a cruzar la calle para dejar las bolsas en el “container” del edificio de enfrente. Más huellas. Voló un manojo de llaves que, al parecer, estaba en un pequeño armario del ático. Las puertas de acceso a cada planta del garaje aparecieron abiertas. La chica que limpia el portal vio salir a un tipo con una bicicleta. Salía del cuarto donde se guardaban los contenedores que desaparecieron. Una mañana, supongo que aún no había amanecido o estaba a punto de hacerlo, esta mujer llegó al portal, quiso entrar en el cuarto donde dejaba sus útiles de limpieza y descubrió que estaba cerrado por dentro. Se asustó. Se alejó de allí, creo que salió a la calle, y entonces vio a un individuo que salía pitando y se refugiaba en un solar cercano. Era el de la bicicleta. Al regresar al cuarto, éste ya estaba abierto.
Durante varios días de improvisadas reuniones de vecinos se quiso tomar cartas en el asunto. Alguien dijo que deberían llamar a la policía. Alguien dijo que mejor que no, porque la policía sólo registraría el edificio y, si no viera al inquilino, se iría tal y como había llegado. Alguien dijo que habría que vigilar, cerrar con llave las puertas del garaje, cambiar la cerradura del portal. Supongo que algunas personas tienen o tuvieron miedo. Yo no lo tengo, aun sabiendo que un extraño vive por el edificio. No es una cuestión de coraje. Es porque, sospecho, sólo será un tío con hambre y sin techo, o un joven que se ha escapado de casa. No me da miedo, pero sí me enfurece un poco. Si todos hiciéramos lo mismo, los edificios serían una auténtica jungla y nadie pagaría el alquiler. Lo último que he sabido del caso es que alguien llamó a la policía. Cuando entraron al cuarto de la limpieza sorprendieron a un hombre saltando por la ventana que da a la calle. Escapó. Dejó ropa en el cuarto.