Un amigo me dice: “Mi problema es que, durante los fines de semana, me aburro porque, en realidad, nada me gusta”. Otro amigo me habla, por correo electrónico, de la gente que se aburre. La gente que se aburre se dedica a poner zancadillas a los demás. Porque existen dos maneras de explotar si se sufre ese aburrimiento. Una es la que sigue el primer amigo, o sea, ponerse a ver la tele y aguardar a que pasen así las horas. La otra es sobre la que me habla el segundo amigo, o sea, dedicarse por distintos medios a lograr que el prójimo tropiece.
Los expertos nos hablan siempre de estrés, de depresiones en el regreso al trabajo tras las vacaciones, de automedicación y de cosas así. Me parece que pocos hablan del aburrimiento. El aburrimiento es uno de los grandes males de esta sociedad. Aunque no lo crean, a pesar de la variedad de actividades y de lugares mediante los que podemos distraernos (internet, teatros, conciertos, videojuegos, cines, bares, museos, dvd, música, bibliotecas, librerías), aún hay gente que se aburre. El aburrimiento engendra gente muy rara. No es el caso de esos amigos que he citado veladamente; el primero porque se dedica a ver la televisión y porque cobra muy poco dinero como para pasarse los fines de semana entre teatros y festines; el segundo porque no se aburre y, además, es escritor y poeta. Si eres escritor ya tienes medio día dedicado a escribir, y el otro medio a leer. Lo demás son complementos, añadidos a tu rutina.
El aburrimiento, como digo, engendra tipos sospechosos. Ese vecino de arriba, que toca tu timbre cada dos por tres, para embarcarte en reuniones vecinales, protestas y chorradas. Ese oficinista que, quemado y con exceso de tiempo libre en el trabajo, se dedica a enviar anónimos saturados de insultos gracias al ordenador de la oficina. Ese tipo solitario que, acodado en la barra de un bar en las tardes de lunes, procura conversar con cualquiera que recale a su lado, lo conozca o no. El fulano que llega a casa y se consagra a meterse con su mujer o a pegarla porque, en realidad, no tiene otra cosa que hacer, y ella paga los platos rotos. La banda de aburridos que sale a las calles y destina el tiempo de los sábados a golpear a viejos, o a borrachos, o a mendigos. La señora que acude a una tienda y marea al dependiente, bombardeándolo con preguntas inútiles, para luego confesarle: “Bueno, sólo buscaba información; ya volveré otro día”. El conocido al que te encuentras en la calle y, en cada encuentro, se le ha ocurrido una nueva idea que nunca pone en pie (y llegas a sospechar que se las inventa sobre la marcha). El anciano que consigue tu teléfono y te dice que te necesita para un proyecto, que debes colaborar con él, que quiere contar su vida en un libro y, pasadas unas semanas, reconoce que sólo era una idea, que se trataba de vaguedades, que pasa del tema. Etcétera. El aburrimiento se cobra muchas víctimas. Pero, además, tiene otro inconveniente. Y es que la gente aburrida, por lo general, acaba metida en depresiones, o acaba asesinando al vecino. No sabe qué hacer, no sabe cómo manejar su tiempo, nada le gusta y todo le disgusta y se le forma un nudo de amargura y confluye en ansiedades y en un carácter que se va agriando. Del aburrimiento salen los cabreos, muchas depresiones, muchas insatisfacciones, mucho darle vueltas al sentido de la vida. Travis Bickle, que constituye un brutal estudio psicológico, la prepara parda en “Taxi Driver” no porque en realidad le disgusten los matones, los chulos, los traficantes y los proxenetas, sino porque está solo y se aburre y no tiene hobbies, salvo ir a ver pelis porno a un cine de mala muerte. El aburrimiento es muy peligroso.