Horas y horas, tal vez nueve o diez horas al día, leyendo/escribiendo. Al final de la jornada los ojos están hinchados, me duelen. La pantalla del ordenador me los carcome, la página blanca de los libros los alivia un poco, pero se cansan. Ojos cansados, pero felices. Luego, en el encuentro con la gente, las inevitables preguntas que debe aguantar quien no trabaja con un jefe posado en el hombro: “Pero, ¿en qué empleas las horas?”, “¿Seguro que no te pasas la mañana durmiendo?”, “¿Por qué no te dedicas a cocinar, tú que tienes tiempo?”… El problema, claro, es de ellos. Yo sólo me debo a mi conciencia, y mi conciencia está satisfecha.
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