Una figura típica de las calles céntricas madrileñas es la del hombre-anuncio. Se ven muchos de ellos en torno a Sol y Montera, sobre todo. No son los únicos lugares por donde se mueven (se mueven con lentitud, o se detienen en las aceras, para que los transeúntes seamos capaces de leer lo que anuncian), pero es donde yo suelo toparme con ellos. Ya saben cómo es el hombre-anuncio. Lleva dos cartelones que se cuelga al cuello, como si fuesen alforjas de madera o un poncho que abriga el doble porque pesa demasiado. Por delante y por detrás, en esos carteles, anuncia en letras grandes las tiendas y sus productos. La publicidad más frecuente suele ser la que proviene de los comercios que compran y venden oro. Por eso, lo primero que uno divisa de lejos es la palabra oro, en letras mayúsculas y amarillas. En la tercera parte de “Die Hard” John McClane hacía una parodia del hombre-anuncio, no sé si lo recordarán.
Las características de estos trabajadores, que vengo observando desde que vivo por aquí, son más o menos como siguen. Suelen ser hombres. Y hombres jóvenes, quizá recién llegados a la ciudad, conscientes de que ese trabajo pesado, de exhibición y paseos lentos, puede ser el primer paso para irse pagando la pensión hasta que encuentren algo mejor. Está claro que es uno de esos empleos basura en el que nadie se va a detener mucho tiempo. Es como el reparto callejero de publicidad, o el buzoneo. Algo pasajero. Siempre veo hombres jóvenes metidos bajo esas alforjas de madera. Lo más frecuente es que, además, casi todos sean negros. Acaso inmigrantes que acaban de instalarse en la ciudad y, de momento, sólo han encontrado eso. Pero saben que seguirán adelante, ya surgirá algo mejor. En sus rostros se ve cierta valentía, cierta disposición a patearse las calle sin temor y sin que les importe un rábano. Este tipo de tarea es, aparte de ingrata y aburrida, y un engorro por el peso de las maderas (o al menos dan la impresión de pesar bastante), un modo de afrontar la vergüenza de que nos vean en público. Hay que asumirlo. No nos gusta exhibirnos cuando llevamos puesta nuestra peor careta. Imaginen que están apostados en una esquina y aparece su madre, o esa chica de la que están enamorados. Por eso sospecho que, casi siempre, es gente recién llegada a las ciudades la que asume el papel del hombre-anuncio.
Uno les desea que, tarde o temprano, escapen de esa carpa de madera con letras doradas y se metan en otra cosa. Son jóvenes. Lograrán salir del atolladero. Pero, en los últimos días, he visto cerca de Sol, más o menos frente a los Cines Ideal, donde veo películas en versión original, un anunciante que desmiente los tópicos. No es un hombre, sino una mujer. No es joven, sino que rondará los cuarenta y tantos o quizá los cincuenta y pico, aunque todo parece indicar que se ha conservado mal. No es negra, sino blanca. Y flaca, pálida, enfermiza. Y con unas gruesas gafas, de esas que ya no se llevan, con montura de los años ochenta. Y mal peinada. No es una vagabunda, ni parece venida de otras tierras. Juraría que es española. La mejor manera de describirla es así: imaginen a esa profesora de lengua (o matemáticas) que tuvieron en su juventud, que llevaba siempre el cabello graso, que no tenía relaciones sociales, que era tan tímida que nunca levantaba la vista por la calle, que no conocía varón, y de la que todo el mundo pensaba que le faltaba un verano, hasta que abría la boca para explicar su asignatura y se notaba que había nacido para eso. Así es esta mujer. Cada vez que la veo, se me cae el alma a los pies. No creo que sea capaz de sobrevivir en esta jungla de asfalto. Parece como si la hubiesen echado de casa. Parece indefensa.