No existen muchas autobiografías tan sinceras como la de Ellroy. Se atreve a contarlo todo, sin pelos en la lengua: su obsesión por las mujeres (empezando por su madre, con la que fantaseaba, para luego masturbarse pensando en ella), las pajas que un amigo y él se hacían mutuamente cuando sólo eran chavales, sus robos en las tiendas, su desvío hacia el nazismo (en la adolescencia) para llamar la atención, sus broncas, sus breves temporadas en la cárcel, su alcoholismo hasta los 30 años...
Pero el libro se centra en su madre, y es el eje alrededor del que todo gira: su vida y su obra. Cuando era un niño, a su madre la asesinaron. Apareció muerta en su descampado. El caso nunca se resolvió, no atraparon al asesino. Luego Ellroy, obsesionado por esa historia y por su madre, a la que odiaba y deseaba a partes iguales, se obsesionó también con La Dalia Negra y con todas las mujeres asesinadas. Dejó de robar, se desintoxicó, se puso a escribir. El resto es conocido.
Ellroy divide su obra en cuatro capítulos: el que cuenta el descubrimiento del cadáver de su madre y la investigación inmediata; sus años de niño y adolescente problemático; la historia del detective que, años después, le ayudó a desempolvar los informes e intentar resolver el caso; y la investigación que hicieron él y el detective. Sólo hay un problema, y es la nómina tan exhaustiva de datos, nombres y fechas (propia de su obra, por otra parte) que lastran un poco la segunda mitad del libro.