Fuimos a ver la exposición temporal del Museo Thyssen-Bornemisza sobre aquel genio loco y angustiado, Vincent Van Gogh: “Van Gogh. Los últimos paisajes”. Como su título indica, se exponen algunos de los últimos cuadros que el artista pintó antes de pegarse un tiro en el pecho y morir dos días después. En mayo de 1890 Van Gogh llegó al pueblecito de Auvers-sur-Oise, el escenario de su muerte, ya próxima. Había salido del manicomio y su hermano Theo (lean “Cartas a Theo”, si no lo conocen) le buscó este sitio en el que reinaba la tranquilidad, y en el que un doctor podría vigilarlo de cerca, mientras Vincent procuraba serenarse y pintar cuadros en un arrebato de creatividad muy prolífica. En el folleto que dan a la entrada cuentan que en Auvers-sur-Oise hizo “más de setenta cuadros y una treintena de dibujos”. La exposición es una maravilla. En estos paisajes apenas hay ya seres humanos, no hay campesinos ni paseantes. Sólo una o dos figuras aisladas en algunos lienzos. Van Gogh se preocupa por el contraste entre las casas viejas y las casas nuevas, pinta jardines y maizales azotados por el viento. En ciertos cuadros hay tanto colorido que dan ganas de aproximarse al lienzo y comerse los paisajes, los árboles, los cielos, los crepúsculos, los tejados de las viviendas, engullirlos como si fueran golosinas o frutos exóticos. Es asombroso que un hombre con el corazón hecho pedazos y la cabeza devorada por el fracaso, las zozobras y los tormentos, pintara esos paisajes floridos, alegres, llenos de vida, tan sólo unas semanas antes de pegarse un tiro.
Pero, si la exposición es una maravilla, no puedo decir lo mismo de la mayoría del público visitante. Para empezar, la sala está repleta de niños, cuya única tarea (y es lógico, pues son niños) es la de perseguirse y jugar, porque los padres los han llevado con ellos, no sé si para intentar inculcarles algo de pasión por el arte o para no dejarlos solos en casa. El colmo es una mujer que tiene a un crío en un cochecito, mientras el marido o el novio o quien sea mira los cuadros. El niño no deja de berrear y llorar durante la media hora larga en que intento disfrutar de la muestra. Un llanto brutal que deja sordo a cualquiera. Un llanto que molesta incluso a los sordos. La madre menea el carro, pero no se molesta en salir de la sala. Todos intentamos concentrarnos en un paisaje de cielo amarillo, o en un bosque en el que se recortan dos figuras, y nos resulta imposible, y la madre congrega miradas de odio. Un cartel pone “Se ruega silencio”. Hay gente que quizá no lo sabe, pero las exposiciones, así como el teatro, la lectura o el cine, requieren silencio para su disfrute. Pero no acaba ahí la cosa: queda la evidencia de que pocas personas saben observar un cuadro. En vez de alejarse unos metros para captar la esencia del óleo, el personal se apiña delante de cada lienzo, todos apretujados, con las narices metidas en la pintura, como si el cuadro fuera microscópico. Así que me coloco a cierta distancia, pero me resulta imposible ver el cuadro completo: la gente ha pegado la nariz y no goza del lienzo visto de lejos.
En la última sala vuelvo a enfurecerme. Es un mercado. Se necesita alguien que azote a los mercaderes y los eche del templo del arte. Porque, aquí, en esta sala, han convertido en el eje del merchandising a Van Gogh y a sus lienzos. Hay camisetas, tazas de café, bolsos, llaveros, etcétera. Es algo que no soporto. No soporto que un hombre que sufrió tanto, un artista masticado por la soledad y por el fracaso, que se cortó una oreja, que no vendía sus obras, que acabó suicidándose, sea hoy el motivo principal de esta maquinaria de consumo masivo.