Debo reconocer dos cosas sobre “En la ciudad de Sylvia”, la nueva película de José Luis Guerín. La primera es que me gustó, comprendí al protagonista, entendí que Guerían quería regresar a los orígenes del cine, donde lo más importante era la imagen, y no el diálogo (aunque sí el sonido, fundamental en este trabajo). La segunda es que no gustará a todos los públicos; aún diré más: a casi nadie. Para quienes busquen ruido y argumento, se les antojará un peñazo. Dudo que a las mujeres les entusiasme, porque es una película centrada en un hombre que mira y en mujeres que son miradas, como objetos de deseo a los que el protagonista venera. A quien fue conmigo a verla no le gustó en absoluto: se aburrió como una ostra. Por esos motivos no me atrevo a recomendarla. Sólo me atrevo a decir que disfruté, y que los cinco o tal vez diez últimos minutos se me hicieron cuesta arriba: es un epílogo que quizá no fuese necesario, que podría habernos ahorrado, aunque conecta con el punto inicial en el que el protagonista se encuentra, es decir, que está atrapado en una quimera.
Apenas hay argumento: un joven vuelve a una ciudad en busca de una estudiante de arte a la que conoció seis años atrás; su objetivo es encontrarla, dado que sigue obsesionado con ella. Por eso, se dedica a mirar a las mujeres, con un doble motivo: recrearse y reconocer a aquella chica. Apenas hay música, salvo la que suena por exigencias del ambiente: la melodía que tocan dos violinistas callejeras, un par de canciones en un bar o en un coche que pasa por la calle. Apenas hay diálogo. El protagonista absoluto es el actor Xavier Laffite, que me parece un gran descubrimiento: una cara fotogénica, un tipo que sale airoso del reto de expresar el registro de sus emociones sólo mediante sus gestos faciales. Pilar López de Ayala está más guapa que nunca, pero su intervención apenas ocupa la mitad del metraje. La historia de Guerín es la de un hombre que mira, la de un hombre obsesionado, ese que todos hemos sido alguna vez. Solitario, con su cerveza y su cuaderno de bosquejos, se sienta en las terrazas y observa, dibuja, reflexiona. Mira a las mujeres: sus cuellos, su pelo al viento, sus sonrisas, sus manos. Por eso digo que un hombre puede sentirse identificado, y acaso una mujer aborrezca la película. Nunca había visto una obra de este director porque, en mi ciudad natal, creo que jamás se estrenó uno solo de sus trabajos.
Pero hay algo que me subyugó aún más que los motivos y las andanzas solitarias y silenciosas del protagonista. Y es el tratamiento que Guerín le ha dado a la ciudad donde transcurre, Estrasburgo. A principios de año estuve unos días allí. Nada más bajar del avión supe que acababan de terminar el rodaje. Por eso quería verla, para saber cómo el director había capturado la ciudad de bicicletas y tranvías. Es una ciudad que se ajusta bien a sus propósitos: como en sus zonas céntricas apenas hay coches ni motos ni autobuses, los únicos ruidos que existen al fondo son los del tranvía, los de los músicos callejeros, los del zureo de las palomas, los del rumor de las conversaciones, los del eco de los pasos mientras el personaje camina por esas calles estrechas por las que apenas pasa gente. Guerín ha sabido capturar la magia de esta ciudad tranquila. Reconocí los rincones que filma, las calles por las que el joven sigue a Pilar López de Ayala. Hay una pintada que se repite en Estrasburgo, un mensaje callejero, un “texto urbanizado”, que diría Vicente Luis Mora. La pintada es: “Laure je’t aime”. En la película sale la misma pared con esa frase a la que yo le hice una foto. Al público no le gustará. Yo me quedé atrapado, como el protagonista queda atrapado en su quimera.