Paso los últimos días de agosto y los primeros de septiembre deambulando por la ciudad, pero no hay mucho que hacer. En esos días inciertos se mete uno en la frontera que media entre los coletazos de un país paralizado por las vacaciones y el anuncio de la temporada otoñal, que suele venir cargada de cultura, de sobredosis de cultura que llena los vacíos que deja la huida del verano. No consigo encontrar en Madrid un garito en el que quiera perder las horas de mi tiempo, uno de esos sitios en los que no importa si ya han pasado dos o tres o cuatro horas porque, de todos modos, uno está a gusto. Seguro que los habrá, pero yo no los encuentro o no me acomodan. En Zamora tengo bares en los que podría echar raíces, raíces que salieran de mis pies y se incrustaran en el suelo: Avalon, Popanrol, Parklife, etcétera. No obstante, en la capital siempre paso, una vez a la semana, por Naturbier, una cervecería de la Plaza de Santa Ana. No es un garito como los que he citado, pero tiene un par de ventajas: está en una zona céntrica, que me queda cerca de casa; y la cerveza es natural, o sea, que la elaboran allí mismo, y la publicidad así lo atestigua: “La única cerveza natural elaborada en Madrid”. Hay rubia y hay tostada, y la sirven en dos tipos de recipientes: la jarra sencilla y la jarra doble. Conviene pasar por allí una tarde a la semana y beber una jarra pequeña de esa cerveza saludable, auténtica, fina al paladar.
También voy un par de veces al cine. El otoño me devolverá la satisfacción de los estrenos para adultos y para cinéfilos. No digo que no me guste el cine infantil, pero me satura el exceso de comedias tontas, de rompetaquillas, de secuelas y remakes sin mucho interés. Voy a ver “Caótica Ana” porque admiro las películas de Julio Medem. “Tierra” es una de mis obras favoritas. Hace años estuve obsesionado con ella. El vino que sabe a tierra, el hombre que se desdobla y se enamora de una rubia y de una pelirroja, el viejo que busca el fantasma de su mujer muerta, la chica a la que un jabalí le comió el corazón. Busco en “Caótica Ana” las escenas rodadas en Ibiza, pero apenas hay unos pocos planos: Es Vedrá, el interior de una discoteca, una calle con su mercado artesanal. Vuelvo a ver “Death Proof”, que, junto a “Planet Terror”, conforman lo mejor del verano, el homenaje doble e impactante a la gloriosa serie B, aquel cine de actores curtidos en la basura y de chicas que sacaban las tetas, de sangre, de vísceras y de resoluciones argumentales sin sentido.
En la sala ocurre, a veces, una cosa muy rara: cuando no son numeradas, el personal se sienta alrededor de uno. Quiero decir que uno suele entrar con antelación, cuando apenas hay gente en el patio de butacas. Y uno se sienta en la tercera o cuarta fila, no para comerse la pantalla, aunque también, sino para alejarse de las personas. Y cinco minutos después el público se ha ido sentando cerca de uno: en la fila de atrás y en la misma fila en la que está uno, acompañado. Como si tuvieran miedo. El resto de la sala queda vacía. Es, me temo, la tendencia natural de la gente a juntarse, el miedo a estar solos. Vicente va donde va la gente. Sucede lo mismo en las playas: observas que todos los bañistas han tendido las toallas y los bolsos casi unos encima de otros. Y tres metros más allá hay espacio, hay huecos en los que nadie se pone. Esto lo vengo observando en el Lago de Sanabria: cien personas apiñadas en un trozo de arena y, a tiro de piedra, calas y espacios donde no hay nadie. Frecuento, también, las librerías, a la caza de las novedades que nos esperan. Pero, a la hora de escribir esto, sólo ha aparecido el nuevo libro de cuentos de Woody Allen. Que no es poco.