De entre todos los libros que he leído esta semana quisiera compartir dos pasajes (dos gestos de sus personajes) con los lectores. Existen otros muchos pasajes (y gestos) memorables en los libros que voy a citar, y también en otros libros de lectura reciente, pero prefiero no desvelarlos porque detesto esa manía propia de muchos críticos y reporteros de destripar las novelas y las películas y contarnos incluso el final. Compartiré estos pasajes sin estropear el desenlace.
En “La hierba amarga”, un libro de la escritora judía Marga Minco, los protagonistas viven en Holanda, sumidos en la incertidumbre. La Segunda Guerra Mundial ha empezado. Se rumorea que otras familias judías desaparecen dejando todo atrás, como si se fueran de vacaciones, pero sabiendo que no volverán nunca; también hay familias a las que los soldados nazis empiezan a llevarse, o que reciben la orden para hacer una maleta y subirse a un tren que las conducirá a un ghetto. En determinado momento del libro autobiográfico la protagonista, o sea Marga Minco, baja de un tranvía para ir al encuentro de su tío. Este tío es un hombre que, cada día, acude a esperar los tranvías. Aguarda y, cuando los viajeros bajan, busca con la mirada a su hermano judío. Él tuvo suerte por estar casado con una gentil: no lo arrestaron. Quizá sabe que su pariente jamás regresará. Pero no deja de acudir. Cuando, tras la visita, acompaña a su sobrina a coger el transporte, la mirada se le pierde en los tranvías que llegan. Un tiempo después su sobrina vuelve de visita. El hombre sigue allí. Más pequeño, más viejo, más mortificado, pero con una chispa de esperanza en los ojos. La chica sabe que es una espera inútil. Y este pasaje representa la incertidumbre (y el calvario cotidiano) no sólo de los parientes y amigos de las víctimas del Holocausto, sino también la congoja de todos aquellos que, una vez, han esperado el regreso de sus seres queridos de una guerra, de una catástrofe, de un atentado. Esas personas que buscan entre los supervivientes a aquellos que nunca volverán a ver.
En “La carretera”, de Cormac McCarthy, novela galardonada con el Pulitzer, se nos cuenta el periplo de supervivencia de un padre y su hijo a través de una tierra arrasada y gris, donde todo cuanto encuentran está muerto: los árboles, las plantas, los animales, las personas. Su vida, desde que el planeta fue devastado, consiste en dirigirse hacia el sur por la carretera (metáfora norteamericana de la vida y su fluir, similar a la metáfora del río de la vida) y, sobre todo, en procurarse el alimento diario. Sobreviven como si fuesen hombres de una tierra antigua, gente por civilizar que saca su comida de donde puede. Pero acaban siendo civilizados gracias al niño, que cobija dentro los auténticos valores del ser humano bondadoso. El pasaje al que me refiero es el siguiente. El hombre y el chico llegan a uno de esos pueblos saqueados, donde topan con cadáveres y basura. El hombre ve una máquina de refrescos, volcada. La han abierto y las monedas están esparcidas por el suelo de ceniza. El padre introduce la mano y encuentra algo. Una lata de Coca-Cola. La abre y se la ofrece al niño. Le dice que se la beba toda él solo. Que es una chuchería. El muchacho, que ha nacido cuando el mundo ya había sido devastado, no sabe lo que es, no conocía su sabor. El refresco, tan delicioso, tan dulce, tan americano y al mismo tiempo universal, se erige en un símbolo del pasado, en una huella de los buenos tiempos. La Coca-Cola, que tanto criticamos, pero de la que consumimos tantos litros, se convierte así en un capricho que uno añora cuando el planeta ya sólo reúne muerte y sombra.