Los veranos en Zamora le hacen sentir a uno como Bill Murray en “Atrapado en el tiempo”, que algunos conocen por su título original, “El día de la marmota”. A uno sólo le hace falta pisar cada mañana el mismo charco para sentirse como ese personaje, encerrado en un día cuyas claves y situaciones se repiten. Probablemente no está el charco, pero habrá algún adoquín suelto con el tropezar en una de las calles de paso habitual. O ese semáforo para peatones que, cada día, al poner un pie en el asfalto, cambia del verde al rojo para que nunca lo pilles a tiempo. Así, el mismo día se repite una y otra vez. No será culpa de la ciudad, sino del verano. Supongo.
Sales a la calle, das una vuelta o te encaminas a hacer un recado y siempre te encuentras a las mismas personas, y siempre saludas a los mismos amigos, conocidos y familiares. Suponías que en verano no iba a suceder eso, pero es precisamente en este mes, en agosto, cuando sucede. Todos los días te acomete una sensación de deja vu, de haber vivido ese momento varias veces. Quieres ir desde la Plaza de Alemania hasta la Plaza Mayor, la línea entre dos puntos fundamentales de la ciudad, y el camino se bifurca en atajos y en retrocesos porque el suelo está lleno de socavones y de polvo de las máquinas metidas en obras. Empiezas metiéndote por San Torcuato y, sin saber cómo, acabas en San Andrés. Hay tramos cortados que te empujan a cambiar de rumbo, a darte la vuelta y regresar por donde has venido y escoger otro camino distinto. Hay agujeros y piedras en los que a menudo tropiezas, maldiciéndote por haber entrado por ahí, maldiciendo al Ayuntamiento por iniciar, cada verano, las obras correspondientes. Caminas por tramos sin adoquinar en los que el polvo te sube por los pantalones, y en los que apenas hay espacio para colocar tus pies en línea recta. Piensas en los comerciantes y en la paciencia que deben asumir hasta que todo acabe. Ahora es San Torcuato la que sufre las excavaciones, pero antes fue Santa Clara, y algunas plazas emblemáticas, y, antes de eso, todo el casco antiguo. Aquella época en la que debías dar rodeos para llegar hasta La Catedral. Ir desde la Plaza de Alemania hasta la Plaza de Viriato a pie es un suplicio, y hace que todos los días parezcan iguales, y que éstos se asemejen a los días de otros años, de otros veranos, en los que hubo obras que nos obligaron a variar el rumbo, maldecir y llenarnos de arenilla. Pero ir desde la Plaza de Alemania hasta la Plaza de Viriato en coche es aún peor, más insoportable, con más rodeos y situaciones kafkianas. ¿Y el clima? Siempre nublado, mustio.
Por eso parece que todos los veranos, aquí, son idénticos. Es esta una ciudad en la que, a pesar de su sosiego y a pesar de las cortas distancias que hay entre sus zonas y sus barrios principales, tardas el doble en ir de un sitio a otro. Si vas a pie, por culpa de las obras y las calles cortadas. Si vas en coche, por culpa de aquel jaleo urbanístico en el que nos metió el anterior alcalde. Algunos de los bares que frecuentas escogen siempre estas fechas para cerrar. En otros garitos te encuentras a la misma gente haciendo las mismas cosas, tomando las mismas bebidas. Sí, exactamente como tú, que no varías demasiado en tus costumbres y que escribes esto. ¿Qué nos queda en días así, repetidos hasta la saciedad y, en cierta manera, agotadores? Nos queda, por ejemplo, el recurso de la literatura, de la poesía, del cine, de la música. Puedes tratar de variar esa rutina veraniega si lo intentas. Un día algo triste, de cielos nublados, puede mejorar si, en unas horas, te lees varios libros de poesía de autores zamoranos y acudes a un concierto de pop rock. Eso te salva. Y de eso hablaremos mañana y pasado.