Otro día hablaré de las playas y las calas. Hoy y mañana me gustaría hablar de las discotecas, uno de los grandes señuelos para atraer al turismo. Las discotecas de Ibiza son famosas en el mundo entero y reconozco que, antes de llegar a la isla, no me interesaba visitarlas. Pero no me arrepiento de haberlas recorrido: hay que verlas, pasar dentro unas horas, asombrarse. Lo que uno se encuentra allí es un mundo aparte, como si hubiéramos aterrizado en otro planeta, repleto de gente extraña. De momento, hablaré de tres sitios célebres: Privilege, Bora Bora y Space.
Privilege es la discoteca más grande del mundo. No es broma: así está registrada en el Libro Guiness de los Récords y en su interior caben diez mil personas. Está situada en la carretera de San Rafael y tiene unas catorce barras, un montón de salas para recorrer, pistas y terrazas, tiendas en algunos rincones e incluso una piscina en mitad de una de las salas. En las discotecas no suelo consumir nada porque los precios son prohibitivos. La noche que estuvimos en Privilege había un espectáculo curioso. Una mujer, ataviada con un vestido con un vuelo del tamaño de un paracaídas (y no exagero, incluso quizá fuese más grande), y maquillada al estilo vampiro, era elevada desde el techo mediante unos cables. Al subir, el vuelo del vestido se abría y la gente agarraba los picos de esa falda con tamaño de carpa de circo. Yo no daba crédito. En la entrada nos registraron. Los porteros registran los bolsos de las mujeres y a los hombres los cachean, les tocan los bolsillos, las perneras del pantalón, etcétera. Buscan armas y drogas, supongo. El Bora Bora es un chiringuito de playa que hace las veces de discoteca. No hace falta pagar nada en la puerta. Dentro suelen estar jóvenes de entre veinte y treinta años, aunque se ven algunos guiris más mayores. Fuimos a las ocho de la tarde y ya estaba la pista repleta de “colgaos”, que sólo llevaban puesto el bañador, las chanclas y las imprescindibles gafas de sol para esquivar la luz y proteger los ojos de sus hábitos noctámbulos. Si dos chicas se ponen a bailar juntas, los tipos de alrededor las animan y vitorean, para ver si suben de tono y se lían. Cada vez que un avión pasa por encima de la terraza, a tan sólo unos metros de altura, el público levanta los brazos y aclama su llegada a la isla. Todo el mundo va puesto. Están colocados hasta las cejas, soportan varios días sin dormir y bailan como zombies o vampiros con gafas de sol, como al principio de “Blade”. Los hombres llevan el torso desnudo y las mujeres danzan en biquini. Música house, chunda-chunda y el personal bailando en trance. Allí vi a un tipo joven y rubio con esta pinta: coleta, mochila a la espalda, chanclas y calzoncillos marcapaquete, un cuerpo flaco y una barriga enorme.
En Space asistimos a la fiesta de La Troya. Space está, como el Bora Bora, en Playa d’en Bossa. Space y su clientela pertenecen a otro universo. También estaba todo el mundo colgado: caras de zombie y gafas de sol. Dentro hay tiendas y sillones para masajes. Y numerosos espectáculos: jóvenes y viejos travestidos, tipos musculosos que bailan en jaulas y se sacan el falo erecto, chicas espectaculares haciendo un despelote integral, travestíes con disfraz de enfermeras, tíos con bozal y sujetos con cadenas, drag-queens, una mujer casi anciana moviendo una bandera (esa señora rubia que sale en el programa de Pocholo), y La Troya entrando con zancos en la jaula y animando al personal. Un show sádico, perturbador e infernal, con bailarines para cada gusto sexual. Allí dentro tuve que apartarme un par de veces para huir de los gays, fulanos cuadrados que no se cortan un pelo para intentar ligar con uno.