viernes, julio 13, 2007

T4, Barajas

Acompañé a un familiar hasta el aeropuerto de Barajas. Ahora puedes ir a la T4 en metro, pero por la ampliación te cobran un euro más. Debes sacar el billete pertinente para viajar en metro y, aparte de aquel, coger un suplemento. Sin él no pasas el último torniquete. Esta exigencia no está muy bien anunciada, como casi todo en el aeropuerto, y se ven escenas muy chocantes, dignas de una historia de hombre rural que va a la ciudad. El personal no sabe dónde se sacan los suplementos, no tiene muy claro si le vale o no con el billete que ya había comprado en taquilla o en una máquina. Protesta, con razón, porque le cuesta pagar más de lo que había pagado antes de meterse en el metro. Decía que no está muy bien señalizado, y, en cuanto uno atraviesa el torniquete, ya no sabe si hay que subir por las escaleras, tirar por un pasillo adelante o torcer en la primera vuelta de esquina.
Siempre que voy a Barajas me fijo en las caras y en los grupos. En realidad, miro a ver si veo a Ana Obregón y su séquito de fotógrafos y reporteros. No me interesa para nada la Obregón. No me interesa su físico, ni su currículum, ni su personalidad, ni sus andanzas, ni sus declaraciones, ni sus historias sentimentales. Quizá sea una de las personas que menos me interesan del planeta. Si voy por el aeropuerto buscando esa escena en la que ella empuja el carro de las maletas y merodea a su alrededor un enjambre de periodistas del corazón es sólo porque la televisión nos enseña que Ana Obregón siempre está en el aeropuerto, perseguida por las cámaras. Cada vez que enciendo la tele sale ella. Y la escena se repite: pasillos de Barajas, gafas de sol, el carro de las maletas, las manos enchufándole los micrófonos en plena cara y la frase “No tengo nada que decir”. He visto en tantas ocasiones esa grabación que albergo una sospecha: la Obregón vive en el aeropuerto, a la manera de Tom Hanks en “La terminal”, aseándose en los baños a escondidas y comiendo en la cafetería. Su trabajo consistiría en cruzar la T4 de un lado a otro mientras la filman. De aquí para allá, sin nada que declarar y empujando el carrito. Puede sonar descabellado, pero hemos visto cosas más extrañas. La carrera de esta mujer, reina de las revistas del corazón, ha ido de mal en peor. En los ochenta la vi en un montón de bodrios, pero bodrios, eso sí, con los que disfrutaba mucho, pues esa es la virtud del cine de serie Z: “Car Crash”, “Misterio en la Isla de los Monstruos”, “Goma-2”, “Freddy, el croupier”, “Hijos de papá”, “Bolero”, “Policía” y, en especial, la infame “El tesoro de las cuatro coronas”, coproducción de aventuras en tres dimensiones para la cual eran necesarias esas gafas especiales de cartón que nos gustaban tanto, y que contó con el protagonismo de Tony Anthony, un yanqui con cara de gitano que no volvió a salir en ninguna otra película. He buscado por ahí este bodrio mayúsculo, en mercadillos, en internet, en programas de intercambio, sin éxito. Si topan con ella, véanla, se reirán un rato. Participa también Paco Rabal: supongo que aceptó el papel en un arrebato de locura.
Una de las chapuzas del aeropuerto, de cualquier aeropuerto, es ese “espacio sin humos” al que condenan a los fumadores. Un recinto angosto, con ceniceros que rebosan de colillas y propician una atmósfera decadente y poco higiénica, con el espacio justo para no quemarle la nuca al tipo que está delante. Si no eres fumador, como es mi caso, te quedas fuera, charlando con la persona que está dentro, fumándose el pitillo. En el interior, los fumadores se atufan unos a otros. No nos molestan a los demás, cierto, pero con esta medida tragan el doble o el triple de humo.