Tras años de espera y de cancelaciones por fin he conseguido ver el directo de la que, para mí, es la banda de rock más grande de todos los tiempos: The Rolling Stones. El show de un fibroso y eléctrico Mick Jagger y de su banda de abuelos, capaces de dar lecciones de baile, de vitalidad y de rock and roll a cualquiera que se les ponga por delante. Son rompedores. Es imposible recrear para el lector la suma de emociones de los asistentes y el espectáculo que el grupo montó el jueves en el Estadio Vicente Calderón, el mismo lugar donde vi por primera vez a los Guns N’ Roses, antes de su decadencia y disolución. Teníamos entradas para la pista y logramos ponernos a unos cuatro o cinco metros de la valla de protección, es decir, a un paso del escenario. Hicimos cola unas horas antes y entramos en la pista, donde habían formado un perímetro próximo al escenario y protegido por vallas y donde sólo cabía un determinado número de personas: contaban a la gente al franquear esa entrada. En la puerta me inspeccionaron la mochila, llena de bocadillos para toda la familia. El sol nos dio una paliza durante horas. Entre el público, gente de todas las edades y condiciones: parejas, jóvenes, hombres en sillas de ruedas, quinceañeras, abuelos, rockeros maduros, pandillas, padres e hijos. Lo cual demuestra que los Stones gustan a una amplia variedad de público. No vendían alcohol, lo cual uno agradeció mucho porque así la gente se comporta un poco mejor. El punto flaco de la organización fueron los servicios: habían colocado casetas de letrinas portátiles. Esas letrinas en las que todo cae a una especie de poza y ni siquiera puede tirarse de la cadena. Uno está ahí, orinando de pie, y observa, abajo, mierda flotando. Un asco absoluto. Una mina de microbios.
Abrieron el fuego Loquillo y Trogloditas, con la aparición inesperada de Sabino Méndez. Una media hora con algunos de sus mejores temas: “Todo el mundo ama a Isabel”, “El rompeolas”, “Feo, fuerte y formal”, etcétera. Loquillo es uno de esos pocos cantantes españoles que conecta con el estilo norteamericano de los crooner. No ha cambiado nada, sigue fiel a sus principios: traje negro, el mismo peinado, la sonrisa de granuja y una manera muy especial de caminar por el escenario. Sólo unos kilos de más. Sus canciones me devolvieron a los ochenta. Fue una apertura potente. Yo los había visto cuando era un mozo, en un concierto en mi tierra, en los tiempos en que aún llevaban buenas bandas a participar en las fiestas. Luego llegaron los Jet, a quienes ya había visto tocar en Madrid, con ese gran batería que parece salido de una película de guerreros con maza y espada, y unos acordes de guitarra que recuerdan a AC/DC. Jet lograron calentar aún más al público, aunque el volumen del micrófono del vocalista no estuvo a la altura de los instrumentos. Su directo duró alrededor de unos cuarenta minutos. Cuando se fueron, el escenario cambió por completo.
Una noche en la que tocan Loquillo, los Jet y los Stones es un lujo. Ni siquiera es necesario que la gente beba alcohol en estos espectáculos: la música de Jagger y Richards es un trueno que hace vibrar, que aún contiene la garra de sus inicios, a pesar de esa mala etapa musical que tuvieron en los ochenta. Jagger, allá arriba, es un dios viejo capaz de moverse como un chaval de quince años. Aún tiene el vientre plano, los brazos fibrosos, las piernas delgadas, la energía y el nervio de un rockero incansable e indestructible. Se mueve en los escenarios como cuando era joven. Su rebeldía tampoco ha cambiado mucho. A uno le parece que Jagger es el mismo, sólo que con muchísimas arrugas en la cara. Arrancaron con un clásico: “Start Me Up”.