Durante el fin de semana anterior en Zamora me acompañé, fiel a la costumbre, de varios libros. Leí dos de ellos el sábado; y uno el domingo, antes del viaje: eran breves los tres, así que no piensen que soy un robot que lee a velocidad imposible, como aquel Número Cinco de “Cortocircuito”. La lectura de ninguno de ellos ocupaba más de una hora, u hora y media a lo sumo. Empecé con “La leyenda del santo bebedor”, de Joseph Roth. Lo leí al despertar el sábado. Tenía que estar durmiendo, porque me había ido a la cama a las seis y media de la mañana, pero la costumbre me obligó a abrir los ojos en torno a las once. No pude seguir durmiendo; me cuesta hacerlo de día. Así que alargué la mano y, metido entre las sábanas, abrí el ejemplar.
He dicho leí. Pero debo corregir: en realidad lo releí. Mi afición a esta historia, la de un “clochard” de París al que un hombre entrega doscientos francos para que se los lleve como donativo a la estatua de Santa Teresa, se remonta a finales de los años ochenta. Se estrenó un filme titulado así, “La leyenda del santo bebedor”. La dirigía Ermanno Olmi, director del que yo había visto “El árbol de los zuecos” a finales de los setenta: me subyugaron las imágenes y las vicisitudes de los campesinos. Aún no había cumplido diez años, lo cual indica que, ya por entonces, era rarito. La nueva película de Olmi la protagonizaba Rutger Hauer, un actor que me había entusiasmado en “Blade Runner” y en “Clave: Omega”, “Lady Halcón” y “Carretera al infierno”. Incluso estaba perfecto en cosas tan tristes como “Los señores del acero” y “Se busca: vivo o muerto”. Rememoro su estampa cautivadora en la adaptación del libro de Roth: gorra, ojeras, bigote rubio, rostro curtido por la intemperie, guardapolvo. Años después encontré el libro en la Biblioteca Pública de mi ciudad, probablemente en uno de esos merodeos que me daba entre los anaqueles, en busca de sorpresas y hallazgos. No me defraudó, sino todo lo contrario. Y la película era una buena adaptación, o así lo recuerdo ahora. Hauer brindó una de las mejores interpretaciones de su carrera. Por alguna extraña razón, la cinta de Olmi casi ha caído en el olvido. Una lástima.
Una de las ventajas de la relectura de un libro, de cualquier libro, es que el significado de la historia nunca es el mismo para nosotros. La relectura, si han pasado unos cuantos años, ofrece al lector matices nuevos y caminos antes inexplorados. “La leyenda del santo bebedor”, que es lectura compleja, aunque parezca fácil merced a su extensión y a su prosa sin escollos, me ha ofrecido esos nuevos caminos. Recordemos que el encuentro a orillas del Sena con el hombre que le da los francos para que los entregue a Santa Teresa es, para el protagonista, Andreas, un milagro. Él promete dar el dinero, pero siempre hay algo que se lo impide: un antiguo amor, un amigo que le saca pasta, un tipo al que convida, el deseo de darse una comida como Dios manda, las ganas de entrar en un cine. El alcohol (en especial la absenta) siempre está presente. Andreas se emborracha, gasta la suma, pero suele haber alguien que le da más: le ofrecen trabajos, recupera el dinero y, antes de entregarlo, lo gasta. O encuentra una cartera con dinero. Y, así, una y otra vez. Pequeños milagros. Por eso su deuda con la santa es mucho mayor que la contraída con el hombre del encargo. Para mí, en esta ocasión, Andreas es alguien que no puede librarse del lastre del pasado, ni de su atadura a la bebida. La clase de hombre al que le ocurre lo que nos pasa a todos a diario: nos hacemos una promesa que vamos aplazando día tras día. Pero no perdemos la esperanza de cumplirla. Y todo ello transcurre en la deliciosa ciudad de París.