domingo, julio 08, 2007

El exterminio de la felicidad

¿Por qué no soportamos la felicidad en el prójimo? ¿Por qué, si regresamos de un viaje por el extranjero y exhibimos una sonrisa de vuelta y contamos nuestras andanzas, siempre hay alguien que dice “Bah, pero no visteis lo mejor”? ¿Por qué, cuando uno les cuenta a otras personas que han hablado muy bien en tal o cuál sitio de su trabajo, que a uno lo han alabado, no falta quien se apresura a proferir esta frase asesina: “¿Cómo sabes que no estaban mintiendo?”, y le deja con la boca abierta y sin saber la respuesta? ¿Por qué, cuando algunos viejos amigos se reencuentran, no falta uno al que oímos acusar con sorna a otro de haber engordado mucho, y de estarse quedando calvo, y de envejecer mal, mientras asistimos impotentes a la indefensión del otro, que permanece mudo, soliviantado y herido en su amor propio? ¿Por qué, cuando recomendamos un libro en una bitácora, siempre comparece algún anónimo con los sesos reblandecidos por el odio que insulta y desprestigia a quien sólo recomendaba una lectura sin hacer daño a terceros? ¿Por qué, si uno se tropieza en la calle con conocidos y hablan de sus respectivas familias, hay alguien que alude despectivamente a algún familiar de uno, o deja caer una broma que es como una bomba, aunque ni siquiera nos hablemos con ese familiar al que degradan?
¿Por qué, cuando uno ha alcanzando la felicidad musical y pasajera y regresa alegre de ver un concierto, por ejemplo el de su banda favorita, no faltan quienes le dicen a uno que ese grupo ya no es el mismo, que es una mierda, que sus miembros resultan patéticos, que no llenaron el estadio, que están acabados, que no suenan igual, que no son buenos ni nunca lo fueron, cuando esas mismas personas que nos salpican con sus desvaríos ni siquiera estuvieron allí, en el estadio, para comprobar por sí mismas que el recinto estaba a reventar y el sonido era magnífico y la banda le daba cien vueltas a casi todos los grupos que andan por ahí? ¿Por qué, si decimos en público que aún nos gusta salir de juerga los sábados por la noche, siempre abre la boca alguien y nos suelta eso de: “Bueno, pero es que tú no has madurado”? ¿Por qué, si una chica está delgada, su familia y sus amigos se meten con ella e insisten para que engorde si luego, cuando se encuentran con una chica con unos kilos de más, también se meten con ésta e insisten para que adelgace? ¿Por qué nos metemos con el gordo, pero también con el delgado, y viceversa? ¿Por qué aún existen hombres que señalan el michelín de alguna mujer y se ríen y lo censuran, cuando su propia barriga no les deja verse los pies? ¿Por qué picamos al amigo que liga, pero también al que no liga?
¿Por qué algunas personas insisten en criticar una película que a ti te gusta, y en discutir tu gusto una y otra vez, si ellas aún no han ido a verla? ¿Por qué en un periódico gratuito ponen la fotografía de un gatito en apariencia dormido y, cuando el lector ya ha sonreído y se ha alegrado de esa estampa de sueño y reposo, se le borra la sonrisa al leer, bajo la imagen, que se trata de un animal muerto y no dormido? ¿Por qué en los telediarios insisten en mostrar siempre la muerte y la guerra y nunca el nacimiento y la paz? ¿Por qué venden las malas noticias y no las buenas? ¿Por qué corremos a contar secretos que no nos incumben, aunque su revelación acarree graves consecuencias a terceros? ¿Por qué nos obstinamos en exterminar la felicidad allá donde la vemos? Reflexionemos sobre ello con ayuda de este gran poema, que aparece en el libro “Ola de frío”: “Fue un día, / hace tiempo, / me sentí el hombre / más feliz / del mundo, / pero no duró / mucho, / alguien / se enteró”.