De niño, con esa ingenuidad propia de la infancia que años después nos hace esbozar una sonrisa, cuando mi hermano y yo veíamos pasar los camiones de la basura por las calles, en las noches zamoranas, creíamos que los basureros se divertían con su trabajo. Los veíamos saltar en marcha del camión, adelantar corriendo al vehículo, coger en sus manos las bolsas de desperdicios (apiladas en torno al pie de los arbolitos o a la vera de las farolas, porque no había contenedores) y lanzarlas a la parte trasera, esa boca dentada, hedionda y rugiente, y encestar siempre con precisión. Y luego correr en pos del camión y subirse de un salto a los estribos, sin caerse nunca, con el equilibrio y la precisión de quien ha ensayado mil veces el mismo gesto. El vehículo los llevaba colgados alrededor, el pelo contra el viento y apestando a raspas de pescado y mondas de naranja. Pero, lo juro, para nosotros todas esas carreras, esos saltos, esa manera contundente de encestar, de auparse al camión y quedar colgando allí poseía carácter no sólo festivo, sino también aventurero. Aquello era lo más parecido a las aventuras de Indiana Jones que habíamos visto en nuestra amodorrada ciudad. Secretamente (y lo confieso con rubor) los llamábamos “Los Aventureros de la Basura”. Si estábamos en la calle, jugando en la acera, y rugía el motor del camión allá a lo lejos, a punto de enfilar la vía, decíamos siempre: “Eh, mira, ya vienen Los Aventureros de la Basura”. Entonces observábamos, con envidia, sus maniobras públicas.
Luego uno crece y la vida ofrece sus desengaños, y averigua que los basureros, aquellos aventureros nocturnos que hoy llaman, en los periódicos, “operarios de la basura”, no se lo pasaban tan bien, que su trabajo no era agradable, aunque sí muy importante: en esta sociedad lo primero es deshacerse de los desperdicios. Lo que les ocurría no era exactamente divertido; su noche podía estar trufada de peligros: podían caerse del camión en marcha, tropezar con una bolsa al correr hacia ella, afrontar las dentelladas de una rata molesta por la intrusión y el robo posterior de su festín, o sorprender a un borracho dormido bajo los cartonajes. Cuando los veo pulular por mi barrio compruebo que sus tareas son aún más engorrosas: en mi calle no falta el tipo que saquea los contenedores y deja los desperdicios tirados por la acera, o el vecino que no guarda sus residuos en bolsas y, por el contrario, dispersa los objetos por ahí, y así se ven, junto al contenedor, una puerta de armario pequeño, un libro de texto ajado, un abrigo raído, una gorra apolillada, un zapato solitario y melancólico (por su soledad y el alejamiento de su pareja) y cosas así. Y a ellos, a los basureros, les toca perder más tiempo y esforzarse el doble, y recoger con las manos enguantadas los desperdicios más grandes, dejando lo pequeño, las mondaduras, los papeles y las tapas de los yogures, para los barrenderos.
Por si estas penurias fueran pocas, acabo de leer en la prensa los infortunios que padecen los conductores de los camiones de basura de Madrid, que deben descargar los desechos en la incineradora de Valdemingómez. A su paso por la Cañada Real Galiana, junto a las casas ilegales donde malviven toxicómanos, traficantes de droga y familias gitanas pobres, les arrojan piedras y les atracan. Si hubo boda, les lanzan botellas de whisky a las dos de la madrugada. Lo peor son los niños: se esconden junto al camino a oscuras y juegan a esquivar los vehículos. Los conductores saben que si atropellan a un chaval por accidente nadie saldrá vivo de allí. Llevan cuatro años así y han exigido que la policía les escolte. Al final resulta que sí son un poco aventureros.