Me gustan los directos de rock y de pop y, de vez en cuando y como cuento aquí, procuro asistir a unos cuantos. Y menos mal que la música, al final, vence y me olvido de los malos ratos, porque la primera media hora de cada directo suele ser para mí un suplicio. He llegado al convencimiento de que un alto porcentaje del personal que paga una entrada para ver tocar a una banda lo hace como acto social, de la misma manera que antaño se iba al teatro no a ver tal o cual obra, sino para que le vieran a uno. Un acto social en el que lo que importaba no era el producto ni tampoco los artistas, sino la asistencia del tipo al que los espectadores veían sentado en el palco. Me juego lo que quieran a que, cuando en televisión vemos la entrada de los famosos a esos preestrenos multitudinarios de cine y de teatro, en los que sonríen para las cámaras y aseguran a los micros que no se pierden una obra de ese director o aquella actriz, media hora después la mayoría de las celebridades y de los petardos del corazón se larga a casa. Lo que les importaba no era ver la última de Martin Scorsese, sino darse pisto ante las cámaras y que todos creyéramos que son unos entendidos.
Durante la primera media hora de los directos no puedo evitar fijarme en el personal de los alrededores. No es deformación profesional, sino que sus continuos desplazamientos me distraen y me impiden concentrarme en las canciones. Pongamos de ejemplo el último directo en el que he estado, en la Joy Eslava, como les contaba el otro día. Es un sitio pequeño y muy adecuado para uno de esos conciertos de lujo, y aun así la mitad de la gente da la lata. Van y vienen, te empujan, entran y salen, hablan de cualquier cosa que no tenga que ver con el directo o se ponen a gritar sandeces. Tengo delante a un fulano al que le suda el cogote, y es lógico porque en la Joy Eslava hacía un calor propio de baño turco. Detrás, un tipo que se fuma un porro tras otro, echándome el humo a mi cogote, que también está sudado pero oculto bajo el pelo largo. A mí el único humo que no me disgusta es el que sale de la lumbre para asar chuletas, y todo lo demás me sobra. A mi derecha o a mi izquierda, porque me sucede en todos los directos a los que voy, siempre se abre un pasillo de hombres y mujeres que van y vuelven a la barra. “¡Cuidado, que voy!”, es la frase que escucho cada cinco minutos. Suelen ser tipos orondos, para colmo, y la anchura de sus espaldas duplica a la mía, y pasan sujetando en alto tres o cuatro vasos de plástico con medio litro de cerveza cada uno. Los he observado: si el espectáculo dura dos horas, se pasan más de media hora en la barra, donde siempre hay cola, y otra media dándose los paseos de rigor de aquí para allá, que a veces les suponen más minutos de lo que planeaban porque es difícil apartar a las masas, sobre todo si están embrujadas por la música y el alcohol; y luego están los paseos hasta los servicios, dado que la cerveza te obliga a orinar con frecuencia. Mira uno a su vecino de concierto y comprueba que se le han ido las dos horas de música en caminar de un lado a otro, pedir en la barra y orinar en los servicios.
Luego está la sección de los inconformistas. Suelen ser tres o cuatro tipos que, aunque el vocalista sea su ídolo, se apresuran a descalificarlo. Lo insultan o le arrojan vasos de plástico. Y están los que se pasan una hora escribiendo mensajes en el móvil. Y luego está la gente rara como yo, que procura poner los sentidos en captar la esencia del espectáculo, que procura verlo y oírlo bien todo, y que prefiere aguantarse las ganas de mear o de echar un trago para no perderse aquello por lo que ha pagado. Y porque los conciertos valen una pasta y no nos gusta tirar el dinero.