Durante la semana pasada viví dentro de una novela. Literalmente. Incluso soñé un par de noches que continuaba inmerso en su lectura, y en el sueño también yo completaba algunas de las historias que Tomás Sánchez Santiago nos cuenta, enteras o amputadas, en “Calle Feria”. Leyendo sus algo más de quinientas páginas he paseado por las calles de mi ciudad, he viajado a una época que no conocí, los años 50 y 60 de Zamora (y hay dos cuentos que nos remontan a los años 20 y a los 30), he recuperado anécdotas que ya conocía y descubierto otras muchas con la sorpresa y el alborozo de quien recibe un regalo. Nombres, calles, cines, comercios, que me han llenado la boca del alimento de la literatura y me empujaron a evocar antiguos paisajes con los que crecí: Amargura, Tres Cruces, Pompeya, Avenida de la Feria, Ciclos Piti, el Riego, la vieja cárcel, el colegio embarullado de moreras de la Calle de las Damas, la Plaza Mayor, Arias Gonzalo, Miguel Berdión, Ramos Carrión, la estación de trenes, el casco antiguo, Pastelería Barquero, La Tercera Caída, el callejón de Escuernavacas, Los Luises… Con especial hincapié en la calle Feria (o Calle de la Feria, como la llamamos hoy), angosta y encantadora, repleta en aquel entonces de comercios que Tomás describe. Esa calle era, ahora ya no tanto, como un pueblecito en miniatura: la frutería, la farmacia, la barbería, las tiendas de calzado, la pastelería, etcétera.
En su origen, cuando Tomás la escribía con el mismo mimo artesano con el que sus personajes comerciantes tratan a los trajes y a los zapatos, “Calle Feria” llevaba el título de “Tratado de comercio”, que es el que he robado para este texto y es, a su vez, el de un artículo que su autor publicó hace años, y que recupera en el libro que nos ocupa. Pero vayamos con su argumento. En la calle Feria dos amigos, Muñoz y el narrador, comparten los rigores de la época franquista, la emoción de los primeros deseos carnales, el lujo de escuchar la cháchara colmada de palabras nuevas de los viajantes que recalaban en las respectivas tiendas de sus padres y el gusto común por las historias. Historias que rescatan (que Tomás rescata para nosotros) de aquellas gentes humildes que trabajaron en la sombra mientras el poder se recortaba al fondo, con su yugo y sus flechas y sus censuras y sus cortapisas: el barbero enamorado de Palmira la frutera, los vecinos que se reunían en el “serano” (hermosa palabra ésta, exhumada para la ocasión), el palomero que se impuso su propia reclusión domiciliaria, el hombre encargado de un taller de reparaciones eléctricas y a quien le encargaron las críticas cinematográficas para el periódico (y las firmaba con el pseudónimo de “Mature”: ¡Qué gran personaje éste, inmenso como la vida, legendario para siempre gracias a esta novela!), el cura que daba las contraseñas de los precios a los comerciantes… Muñoz y el narrador, además, inventan historias inspiradas en la realidad: las que atañen a Delhy Tejero y a Lorca; e historias con vínculo fantástico, en las que hombres se extravían en otros mundos, en la otra orilla del espejo. Realidad y ficción, en suma. Literatura, en una palabra.
Los dos amigos entrelazan estos cuentos con crónicas, recortes y documentos oficiales, y los atan con un cordel: la calle de su infancia. La infancia: cuando ambos se inventaban relatos o fabulaban sobre la realidad circundante para derrotar a la tristura de los días, en ese ambiente angosto, enrarecido y sofocante que fue el franquismo en una ciudad pequeña. Tomás, en este libro hermoso y necesario, nos habla de los hombres en la sombra, de quienes aguantaban el tiempo manejando palabras y oficios. Nos cuenta la historia que los cauces oficiales no quisieron contar.