Mañana soleada. Día de fiesta en la ciudad. Salgo a dar un paseo y a hacer un par de recados. Un hombre duerme en el suelo, bajo el sol, torrándose despacio, igual que un filete a la plancha. La plaza rebosa de animación y de parias. Sin peleas, de momento: unos días atrás la policía acudió al lugar y tuvo que intervenir en la gresca de dos alcohólicas, una de ellas con aspecto de furcia. Un caballero, sentado en el quicio de un escaparate, abre una bolsa y saca una barra de pan y se prepara un bocadillo. Lleva zapatos amarillos, calcetines azules y pantalones oscuros. Arrugas y pelo blanco, mirada de desaliento. Abre la barra, mete dentro el embutido. Cada cual sobrevive como puede. En la calle y en el metro tropiezo con caretos electorales. Se me hace raro. No me acostumbro. En mi ciudad, cuando daba una vuelta en temporada de elecciones, veía caras conocidas en los pasquines, quiero decir: caras de gente a la que conozco en persona o de vista. Aquí, no me acostumbro a que el tipo del cartel sea alguien al que sólo he visto en la prensa y en la televisión, nunca en persona. Falta cercanía. En el metro me doy de bruces, cada poco y pegándome un susto, con el rostro de Esperanza Aguirre, que tiene el mismo sex-apple que una castaña pilonga.
Con el sol apretando las clavijas a los ciudadanos, las calles hieden a orín. Casi cada esquina del centro y aledaños está maldecida por los meados. Meados de los juerguistas, de los alcohólicos, de los ancianos con problemas de próstata, de los niños, de los perros. El sol recalienta las aceras y los vapores del orín se acentúan y suben hasta las narices. El olor es literalmente intolerable. Debe uno dejar de respirar al torcer las esquinas. Los hedores, si uno lo permite, le entran hasta dentro, hasta los pulmones y hasta el estómago, hasta el alma y el cerebro, y lo dejan turulato durante unos segundos. En las cafeterías y en los bares de tapas sí cabe un alfiler, pero le costaría horrores alcanzar la barra y pedir una ración. Todas las sillas de las terrazas parecen ocupadas. En una plaza, un señor bajito que vende mecheros, sin puesto ni mesa ni mostrador ni nada, así, a las bravas; es un vendedor al que uno se encuentra con frecuencia en los garitos y en los sitios con bullicio. No sólo expende mecheros de colores, también pega la hebra con las chicas que se encuentra. Entre la marabunta se ve a los hombres y a las mujeres vestidos de chulapos y chulapas, a los críos también. Caras famosas entre el gentío de los bares y las terrazas, como la de Aída Nosécuantos, que pasa a mi lado, con exceso de kilos, de maquillaje y de rayos uva (y no precisamente los rayos que sacuden los cogotes en la vendimia). Madrid huele a orines, pero también a calamares, a tortilla de patata, a vinagre con asaduras a la plancha, a multitud con ganas de tapear en esta mañana festiva de sol y júbilo.
Están abiertos dos o tres edificios donde venden libros y entro en ellos, de cabeza. Aún no han recibido el último libro de Tomás Sánchez Santiago, “Calle Feria”, ni tampoco el de Ray Loriga, “Días aún más extraños”. En los escaparates de las pastelerías, las pastas típicas de San Isidro, que llaman listas y tontas. Deliciosas. De regreso a mi barrio vislumbro a otro famoso entrando en un bar: Joaquín Sabina, eterno guerrero de las calles y de los tugurios, alma canalla y burlesca, voz molida por las madrugadas y las juergas, las canciones y la mala vida, que es la buena. Sabina está muy delgado, parece frágil, acaso empieza a envejecer, pero sólo por fuera, jamás por dentro. En las aceras juego a esquivar las boñigas, los adoquines sueltos, los cristales de litrona rota. El sol me aplasta. Busco refugio en las sombras del hogar.