Estos días se cumple el centenario de Hergé, el creador del aventurero periodista Tintín y su galería de excéntricos personajes secundarios. Para hablarles de ello quise releer todos los números de este personaje, que solía coger prestados en la Biblioteca Pública de Zamora, uno de los templos de mi niñez, pero los compromisos, las lecturas atrasadas y los libros que los amigos van publicando me han obligado a aplazar esa feliz revisión de los veintitrés volúmenes (veinticuatro: si contamos con ese esbozo, “Tintín en el país de los soviets”). En vez de eso, la otra noche me puse a ver algunos episodios grabados de la serie de televisión sobre Lucky Luke, del gran Morris, para mí otra de las grandes cimas del cómic. Mi infancia la poblaron Tintín, Lucky Luke, Astérix y Obélix, Blueberry, Mortadelo y Filemón, Valerian, El Botones Sacarino, Pepe Gotera y Otilio, Rompetechos y ese hambriento existencialista llamado Carpanta, entre otros. Sin olvidar las “Joyas Literarias Juveniles”, de las que hablé un día en este mismo espacio. Aprendí a hacer caricaturas fijándome en el arte de los caretos dibujados en “Lucky Luke” y en “Mortadelo”. Fijándome en las voluminosas manos y en las sencillas orejas, en las facciones imposibles y en ese hatajo de narizotas, bigotazos, dientes, mandíbulas, calvas y labios que solían mostrar.
Si del primero me había leído todos o casi todos los ejemplares, de la serie de televisión sólo había visto unos cuantos episodios sueltos. O debería decir de las dos series, pues tenemos “Lucky Luke” y “Las nuevas aventuras de Lucky Luke”. He empezado por esta última, de la que dispongo de nueve capítulos. En televisión no pierde nada, incluso podríamos aventurar que en ciertos pasajes gana; lo cual no sucede con Astérix: las películas nunca llegan a estar a la altura de los tebeos. Así que ahora, cuando me apetece, paso ratos deliciosos viendo la serie de dibujos de este pistolero colorista, de sombrero blanco, pañuelo rojo, chaleco negro, camisa amarilla y vaqueros azules, y su caballo hablador. La serie, como las viñetas originales, abunda en detalles gloriosos, esos pequeños detalles que también convierten a Astérix y a Mortadelo en lo que son, obras impecables: malvados de rostro verdoso, furiosas mujeres que persiguen a sus maridos con el rodillo de amasar, indios dispuestos a negociar, tahúres profesionales de cuyas mangas siempre brota una cascada de ases, orondos rancheros con dentadura de caballo y un puro en la boca, bandidos de rasgos tan retorcidos como sus almas, mineros de barba blanca, enterradores más sombríos que los buitres que rondan sus faenas y, por supuesto, esos secundarios de lujo que hicieron leyenda en el Oeste, a saber, Calamity Jane, Buffalo Bill, Jesse James, Wild Bill Hickock, el Juez Roy Bean o Billy el Niño. Morris tomaba como modelos para algunos personajes a célebres actores, y no es difícil descubrir las perfectas caricaturas de Lee Van Cleef, Louis De Funès, David Niven, John Wayne o Jack Palance.
Nos gusta Lucky Luke porque, en un mundo repleto de tramposos, asesinos, ladrones y desalmados, representa al hombre recto que busca justicia, que no se deja sobornar, que es implacable en su moral, que trata de llevar al rebaño por el buen camino. Un cowboy noble, a la manera de un James Stewart de papel. Un modelo de rectitud del que bien podrían copiar los políticos. Y nos gusta Lucky Luke porque sus aventuras las enriquecen esos villanos de caras grotescas, gestos traidores y actitudes serviles (pero sólo cuando son vencidos). Quiere decirse que el bien necesita del mal para sostenerse y sobrevivir. Sin el mal, ¿qué haría Luke?