Debemos insistir en un tema, y ustedes me perdonarán por esa insistencia. Pero me pregunto: ¿Dónde demonios educan al personal? Es ya casi imposible acudir a cualquier evento que requiera silencio sin toparse con los habituales inoportunos y maleducados espectadores u oyentes. La mayoría de la gente, y coincidirán conmigo, se comporta en este tipo de actos como si estuviera en el salón de su casa, comentando la jugada en voz alta, entrando y saliendo según le dé la vena o según sus necesidades, demostrando con sus actos y sus palabras un comportamiento egoísta que sólo obedece a sus impulsos y no respeta al resto del público y aún menos a los artistas que están allá arriba, en la tarima o en el escenario.
Lo dije en una ocasión: este es un problema educativo. En el último recital poético en el que estuve, el comportamiento de la mitad de los asistentes fue lamentable. Gente que llegaba tarde, a mitad del acto, con el consiguiente estruendo de la puerta que se abre y se cierra, el ruido de las sillas al moverlas, el sonido de los pasos que resuenan en la pausa entre dos versos. Gente que se iba antes de acabar el recital, obligando a la autora a levantar la vista y fijarse en quién se marchaba, y acaso preguntándose en su interior si no estaría aburriendo a la concurrencia, o si sus poemas gustaban. Un poeta requiere concentración para leer su obra y modular la voz y cambiar de registro mientras dispara sus versos. Pongamos sobre la mesa el caso del cine. No recuerdo que antaño se portaran los espectadores como ahora lo hacen. Antes había un silencio casi sepulcral en las salas, si exceptuamos los locales de barrio y las sesiones matinales, desde luego. Ahora no. Tipos que hablan por el móvil, adolescentes que lo encienden durante la proyección para mandarle un mensaje a los colegas, fulanos que comentan en voz alta las acciones de los personajes, individuos que eructan para que los espectadores se rían. Recuerdo el reciente pase para la prensa de una película a la que me invitaron. A mi diestra se sentó un presunto periodista o crítico de cine que entró tarde a la película, salió un par de veces de la sala, se dedicó a estrujar una bolsa de patatas mientras manducaba y, para colmo, jaleó a los protagonistas durante las batallas: “¡Dale, dale, duro, hostias!” Ese es el tío que luego va a escribir una crítica en un periódico o en una revista, y es posible que usted se fíe de su criterio, cuando él no ha prestado atención, se ha perdido el principio y se comporta como un chiquillo, a pesar de mostrar toda la barba. Me pregunto, de nuevo: ¿Dónde demonios educan al personal? ¿De dónde sale esta gente? ¿De qué zoológico escaparon?
Cuando voy al teatro, raro es el día en que predomine un silencio absoluto. Durante la representación de “Homebody / Kabul”, en el Teatro Español, hubo un concierto aborrecible de toses y carraspeos, e incluso algunos comentarios de ciertos espectadores. No es imposible contener la tos. A mí, tras el intermedio, se me secó la garganta, y me entraron ganas de toser para aclararme el gaznate. Pero me contuve, sabiendo que una tos es una falta de respeto para quien se está jugando la credibilidad como actor allá arriba, en el escenario, y también para el público. Puedes distraer al reparto. No es imposible contenerse, aunque cueste lo suyo. Fue aún peor cuando, a falta de una media hora para que terminase la función, se marchó una espectadora, molestando a la gente de la fila de atrás y haciendo el típico ruido de quien se larga del teatro. Lo dicho: la mayoría de la gente se comporta en las lecturas públicas, en el teatro, en el cine, como si estuviera en casa o en el fútbol.