Desde temprana edad leo a Stephen King. A los diez años, según he comprobado en las primeras páginas de mi ejemplar, recibí la primera edición de su novela “Cujo”, publicada por Grijalbo. Intenté leerla. Supongo que era demasiado joven para aquel mamotreto y pronto abandoné la lectura. Pero el poder de sugerencia de un mundo siniestro, aterrador, oscuro, caló en mí, que empezaba a acostumbrarme al cine de terror y a meterme en la cama muerto de miedo. Curiosamente, a pesar de ser éste el primer libro de King que incorporé a mi biblioteca, hasta la fecha no lo he leído. E ignoro la razón. Tal vez porque me conozco la trama al dedillo: vi la película cuando se estrenó. Después empecé a comprar sus libros y, lo que es más importante, a leerlos hasta el final. Fascinado por sus tramas retorcidas y las imágenes terroríficas que uno recibe tras leer los pasajes memorables. “El misterio de Salem’s Lot”, “El cuerpo” (en la edición desgajada de “Verano de corrupción”), “La zona muerta”, “La niebla”, “El resplandor”, “Cementerio de animales”, “La larga marcha”, “Christine”, “El fugitivo”, “It”, etcétera. Compré casi todos, hasta que llegó la peor época de King, con “Dolores Claiborne” y “El juego de Gerald”, que sólo me aportaron tedio absoluto. Luego recuperé la confianza en el autor gracias a “Corazones en la Atlántida” y a “Todo es eventual”, que contiene formidables relatos y alguna decepción.
Ser lector de Stephen King te convertía entonces en una especie de proscrito. No bromeo. En mi casa me decían que probara a leer otra cosa. Y leía a otros autores, pero ninguno escribía libros tan voluminosos como los de King, que me duraban varias semanas en la mesilla. Quizá por eso les pareció que sólo me tragaba sus historias. Cuando nos visitaba alguna amiga de mi madre, y veía en mis manos su último libro, solía soltar comentarios jocosos, o aludía al supuestamente escaso talento del autor. Conviví con unos amigos que, cada vez que me pillaban leyendo una de sus novelas, proferían sentencias de este calibre: “¿Lees a Stephen King? Pero si es un brasas…” Lo “cool”, entonces, era leer a escritores cuyos libros aburrieran un poco. Incluso alcancé un momento, en la etapa universitaria, en que me daba vergüenza que me vieran comprando y leyendo sus libros. El perjuicio de Stephen King es evidente: se trata de un autor muy prolífico. Nos entrega tochos todos los años, y eso deviene en detrimento de la calidad de varios títulos. Es posible que algunos lectores hayan elegido, para su primera lectura, uno o dos de los libros malos de este autor. En ese sentido, entiendo que no quieran saber nada de él. Porque tiene unos cuantos bodrios y varias obras mediocres. Pero, si uno escarba y lee el resto, o al menos parte de su bibliografía, comprobará que hay joyas del género: “Misery”, “El cuerpo”, “El resplandor”, “La larga marcha”, “Desesperación”, por citar algunos. Sin olvidar “Mientras escribo”. Es un autor al que admiro, pero a quien al mismo tiempo amo y odio. “Cell”, tan alabado en algunos círculos, me decepcionó. Pero me encanta “Danza macabra”.
Hay una recuperación en nuestro país del prestigio de este autor. Ya no hay miedo de decir, contrariando a la crítica y a los cánones oficiales, que a uno le gustan sus historias. Dicen que Javier Calvo se inspira en él para su “Mundo maravilloso”. En las entrevistas con la reputada Elia Barceló, la escritora realiza una defensa de Stephen King que a mí me complace mucho. Por cierto, en España han traducido los libros de dos de sus hijos: “Todos a una”, de Owen King, y “El traje del muerto”, de Joe Hill. Y él acaba de presentar “La historia de Lisey”.