Me ha costado varios días recuperar el hábito del sueño dentro del horario habitual: desde después de medianoche hasta las ocho de la mañana, más o menos. Tuve que atravesar dos o tres noches de insomnio y algunos sueños demasiado inquietos. En Semana Santa me había acostumbrado a irme a la cama a las tantas, o al alba, a dormir poco o a levantarme a la hora de comer. Es sorprendente la capacidad que posee el hombre para adaptarse a nuevos o distintos hábitos. Uno, ante la irrupción de un cambio (de domicilio, de ciudad, de rutina, de trabajo), siempre se dice: “Me acostumbraré”, y se acostumbra. Sólo es necesario que pase el tiempo.
Compadezco a los insomnes. Y a los depresivos, que duermen lo justo para no desmayarse. Aunque me haya costado un par de noches volver a dormirme dentro de los límites del horario habitual, no se lo recomiendo a nadie. A esos cambios debemos sumar el cansancio. Cuando el cansancio sobrepasa nuestros límites de resistencia, incluso nos impide conciliar el sueño. La primera noche del último día de Semana Santa la pasé en Zamora. Estuve en cama unas nueve horas. Pero de esas nueve tal vez durmiera tres o cuatro. Si uno no puede dormir, al dar tantas vueltas entre las sábanas se pone nervioso, y los nervios y las vueltas propician la aparición del sudor. Me levanté a beber agua. Me levanté a orinar. Volví a levantarme a beber agua y luego me refresqué las manos bajo el grifo, calientes por culpa de la sudoración excesiva del insomnio. Encendí la luz y me destapé unos minutos. Estuve tentado de coger un libro de la mesilla y entretener una hora leyendo, pero no lo hice. Pensé en imágenes relajantes. No funcionó. Pensé en imágenes aburridas. Tampoco funcionó. Procuré no pensar en nada. Y el resultado fue idéntico. Nueve horas de lucha contra la almohada. Cuando sonó la alarma del despertador tuve esa sensación que nos acomete tras apenas dos horas de sueño: no creí que tuviera que levantarme ya. Estaba empapado, como si me hubiese ido al lecho con fiebre, y aún más exhausto que antes de acostarme. La segunda noche en Madrid fue parecida, pero estuve menos horas en cama. La tercera mañana, reventado, decidí remolonear una hora más, para recuperarme. Así que imaginen a quienes, tan cansados como yo después de estos días, han tenido que levantarse a las cinco, a las seis o a las siete de la mañana para ir a la oficina. Los compadezco.
Uno de mis amigos, militar de profesión, me contó la otra noche que una de las pruebas a las que someten a los soldados es la de habituarse a no dormir. Durante esas maniobras, cada noche acortan las horas de sueño, y al final se adaptan a la vigilia continua. Mientras nos contaba esta anécdota, alguien dijo que aquello era inhumano, y que los soldados deberían dormir, etcétera. Pero yo apunté que esos entrenamientos, por lo general, sirven para resistir en un escenario de guerra. Y, en la guerra, el enemigo no espera a que duermas ocho horas antes de atacarte. Al contrario: procurará lanzar a sus hombres y sus granadas cuando sepa que tú y los tuyos estáis adormilados por la falta de sueño. Y tú, si eres un soldado, tampoco tendrás ese miramiento con el enemigo. Dicen, además, que los españoles dormimos mal, pocas horas y con estrés, a pesar de las siestas veraniegas y nuestra fama de vagos. Pero me temo sea cierto. No conozco a nadie que duerma satisfactoriamente, y con ello me refiero a dormir las horas que necesita su cuerpo para descansar. Aún están peor las parejas de amigos que acaban de ser padres o llevan un año en ello. No pegan ojo. En España, por otro lado, tenemos la manía de mirar mal a quien duerme de sobra.