Ciento dos muertos en las carreteras durante los desplazamientos de esta Semana Santa. Esa es la cifra que, por ahora, aparece en los periódicos. Al menos mientras escribo estas líneas, un lunes después de comer, recién llegado a Madrid desde Zamora, con el cuerpo agotado de patearme las calles y los bares, trasnochar y no parar mucho en casa. O sea, como cada año. Un amigo me decía, la otra noche, que es típico de la Semana Santa que acabemos con esa conocida sensación de fatiga corporal. Estos días hablé con un par de cargadores y suelo decirles lo mismo: admiro que sean capaces de llegar hasta el final sin desfallecer. Me muestran los hombros despellejados y creo que lo mío, a su lado, es un paseo por el campo.
En esto de las operaciones de salida y de retorno de la Dirección General de Tráfico uno nunca sabe cómo hacer para no pillar atasco. El Viernes de Dolores tuvimos, ya lo dije, mucha suerte: no hubo retenciones a mitad de tarde y llegamos sin incidencias. El regreso fue muy distinto. Esta vez evitamos volver el Domingo de Resurrección, dado que los atascos suelen ser intolerables y no es raro pasarse más de cuatro y de cinco horas dentro del coche. Pero me temo que no hay manera: medio país parece haber tomado idéntica decisión. De ese modo, si uno sale el Domingo acaba metido en un atasco. Si sale el Lunes de Pascua, le sucederá algo parecido. Ha sido un viaje extraño, en plena mañana de Lunes (festivo en algunas comunidades, laborable en otras), matizado por el frío y el viento, después por el sol, más tarde por la lluvia y, finalmente, por el granizo. Y por una caravana de coches y un tráfico denso que pone de los nervios a cualquiera. A pesar de todo resulta conveniente irse lo más tarde posible, aunque sea en bien del ánimo. No haría falta que dijese que, para muchos de quienes somos naturales de Zamora, o hijos adoptivos de la ciudad, el Domingo de Resurrección es un día casi abúlico y deprimente: porque termina la Semana Santa, porque debemos irnos de nuevo, porque echarse a la carretera en domingo es un veneno contra el júbilo. Y, si uno se va esa tarde, lo hace como si cargara piedras en el alma. Cada uno con sus razones, pero todas terminan en lo mismo. Marcharse de viaje el lunes es diferente. Hemos tenido todo un domingo, deambulando por la ciudad o yendo al cine, para aceptar que la cosa se acaba y que toda esa reunión de amigos y familiares no volverá a darse hasta el verano, o por ahí.
Un viaje sin una parada para refrescarse, estirar las piernas o tomar un café no es un viaje en regla. Así que nos detuvimos en una pequeña cafetería, a mitad de camino, para comer algo. Se notaba cierto cansancio en las caras de los viajeros que se habían detenido allí. La camarera que nos atendió mostraba los mismos modales de un morlaco frente al capote de un torero. Ninguna sutileza, vaya. Atendía a los clientes con esta frase, cuando alguien le pedía un café o una tapa de tortilla: “¡Espere un segundo!” Junto a la puerta, me entretuve mirando las películas en dvd y los discos compactos. Sonreí al ver en el muestrario una película mala, de esas que me apasionaban en la infancia: “Golpe por golpe”, con un Chuck Norris que aún no se había dejado crecer el mostacho. Ya saben que los niños se obsesionan por cualquier tontería. En la carátula, igual que en el cartel, leí esta frase, sonrojante de tan obvia: “Cuando intentan matarme, me pongo muy nervioso”. Me gustaría decirle: “Mira, Chuck, oye, no creo que exista una persona que no se ponga nerviosa cuando intentan matarla”. Yo, por ejemplo, estaba nervioso por el tráfico.