Empiezo a comprender las ventajas del fingimiento en beneficio propio. Si tu cuerpo y tu rostro y tu indumentaria ofrecen un aspecto que no te gusta o crees que censurarán en público, finge todo lo contrario. Finge que no te importa. Los demás creerán que estás por encima del bien y del mal, y tú pensarás que has superado el trance. Lo he aprendido de los grandes tímidos. A los que, después de ofrecer ellos una charla ante un auditorio o de salir en la televisión, les pregunto si no les dio vergüenza hablar en público, si no les dio apuro estar despeinados o no ir vestidos para la ocasión. Suelen responderme que estaban nerviosos, o que se sentían mal, o que se avergonzaban de sí mismos, pero fingieron lo contrario, para que no se les notara y para sentirse menos incómodos. El truco está, en esas ocasiones puntuales, en el fingimiento. Uno de mis amigos me contó una vez una buena anécdota. Fue hace tiempo, con lo cual es posible que mi memoria la haya tergiversado un poco. El caso es que él estaba en un país extranjero, por motivos de trabajo, y debía acudir a una cena de etiqueta. Pero no se enteró de esto último y se vio metido en una cena multitudinaria con empresarios, peces gordos y magnates. Todos con su frac y su pajarita, negros e impecables. Menos él, que vestía un traje marrón. Y no conocía el idioma que manejaban los presentes. Entonces, y en su situación, yo me hubiera largado ante ese panorama aterrador. Pero él no. Apechugó con lo suyo y se condujo como si no hubiera pasado nada. En definitiva: fingió que no le importaba o que, ya que la había pifiado sin querer, resultaba más conveniente relajarse y tirar millas. O eso creo.
En otra ocasión, hablando con un colega escritor al que acababan de entrevistar en un canal de televisión, le comenté que lo había visto en ese programa. Él parecía relajado, tranquilo, dominando la situación y haciendo frente a las preguntas absurdas del entrevistador. Se lo dije, y me respondió que aquella tarde los del programa de entrevistas le habían pillado en casa, con el estómago destrozado por la diarrea, y que no supo librarse de ellos ni decir que no. Su fingimiento fue magnífico.
Se trata de saber librar la situación sin perder la dignidad. De resolver ciertas situaciones con flema, como un caballero inglés a la antigua usanza. Es como el tipo que, en público, suelta una ventosidad y, cuando alguien le abronca, tiene el cuajo de decir: “Habrá sido usted”. O aquel que, pillado in fraganti en actitud sospechosa, saca su mejor cara de póker e incluso queda bien. Si se fijan en las famosas fotografías de los actores de Hollywood a los que fichó la policía por conducta impropia, conducción temeraria, escándalo público o desobediencia a la autoridad, casi todos ponen su mejor cara de personaje libre de culpa y nos hacen creer que el poli es el malo. Que ficharlos por romperle la cara a su pareja es un abuso policial. El otro día me invitó a comer un amigo en un restaurante. Un día laborable. Dejé las teclas y me metí en el metro. Fui sin afeitar, con barba de una semana, con un cuello de lana para protegerme la garganta (lo cual me confiere aspecto de guerrillero o de grunge veterano) y con un suéter de publicidad de Pepsi-Cola, que es sin embargo la prenda más cómoda que he tenido. Él iba de traje y corbata, afeitado y pulcro. Pero, además, el restaurante estaba poblado por ejecutivos y currantes con trajes, corbatas, zapatos limpios y caras rasuradas. Ellos con sus camisas y sus corbatas y yo con mi suéter-pepsi y mi barba. Casi se me cae la cara de vergüenza. Así que reaccioné: fingí que no me importaba, que los raros eran ellos. Eso, al menos, me impidió sudar y ponerme nervioso.