Hace un tiempo espléndido, sólo interrumpido algunas tardes por deliciosas tormentas que nos embriagan con sus rumores de película de terror. Desde estos días hasta mediados de septiembre, o por ahí, y si usted vive en Zamora, puede pasar tardes soleadas al aire libre, sin perjuicio de ruidos demasiado molestos. Siga mi consejo, si le place. Es posible que se tranquilice su ánimo, se eduque su mente y se reconforten sus pulmones. Es necesario tomar un libro antes de salir de casa. No vamos a ponernos a pontificar a estas alturas: que cada uno elija el género que más le convenga, ya sea un libro de ensayos filosóficos, un best-seller, una novela, un poemario, un volumen de cuentos… Conviene no olvidarse de la botella de agua o de una lata de refresco, para apaciguar la sed a mitad de la tarde. Puede cogerla de casa y meterla en una pequeña mochila. Pero debe estar helada, para que al llegar a su destino aún esté fría. Lo más socorrido, si se le olvida, es detenerse en algún kiosco o en una sala de recreativos: se tarda menos que entrando en un supermercado y haciendo cola. Es imprescindible incluir un jersey fino o una chaqueta de entretiempo, ya que esta época primaveral es traidora y quizá, tras un rato agradable y soleado, se nuble el cielo. No debería ponerse pantalones blancos o de tonos claros. Si es glotón o tiene la costumbre de merendar, llévese algo de comer. Pero esto es lo de menos.
Ya está usted listo. Parecen consejos estúpidos, pero no lo son: por experiencia, uno sabe que la primera vez que sale por ahí a leer, a la intemperie, acaba echando de menos el auxilio de una chaqueta, el alivio de un trago de agua fresca o cualquier chuchería que aplaque el rugido vespertino de las tripas. Salga de casa después de comer, si está de vacaciones o es fin de semana, y encamine sus pasos hacia el casco antiguo. Aquello está repleto de vistas magistrales, pero yo prefiero el entorno de San Martín de Abajo y sus extensiones de césped. Elija una de esas zonas para sentarse en la hierba (de ahí el consejo de no utilizar pantalones blancos: corre usted el peligro de levantarse con el culo manchado de verde). Preferentemente, a la sombra. Si opta por el sol, allá usted: pero recuerde que ha ido allí a pasar un rato satisfactorio, a leer y no a tomar rayos. Si escoge el sol, no tardará en buscar sombras cuando se haya achicharrado y le duelan los ojos por culpa de la claridad que reflejan las páginas blancas del libro. Siéntese, pues. En la hierba: no le dé apuro. Saque el refresco o el agua y póngalo a la sombra. No tardará en necesitar un sorbo. Respire hondo, mire a su alrededor. Habrá algunos perros por la hierba, zascandileando entre ellos, y algún jubilado de cien años, solitario, sentado en algún banco. Las hormigas tratarán de escalar por su pierna, pero usted las retirará de un manotazo suave, para que no mueran (usted ya no es un niño, así que no las mate: eso era propio de la infancia, cuando uno experimentaba con la vida y la muerte de los insectos). Coja el libro, ábralo y lea.
Dependiendo del sitio escogido podrá llevarse alguna sorpresa. Si los jardineros no han rapado aún la cabellera del césped, acaso tenga la suerte de encontrar tréboles de cuatro hojas. A mí me sucedió, allí, sólo una vez, y encontré varios: fue justo el día en que no buscaba tréboles de cuatro hojas, lo que no sé si sirve de lección para aclararnos que la suerte no está donde uno la busca, sino que nos sale al paso cuando a ella le da la gana. Si nada ha cambiado, quizá el único ruido que le incordie sea el de los motores de los coches. Pero esto no es nada comparado con los rumores típicos del centro de la ciudad. Relájese. Disfrute de su lectura. Y buena suerte.