domingo, abril 08, 2007

Divino tesoro

En el espejo del baño, un día, te descubres las primeras canas. O puede que no te salgan canas, pero sí disciernas los primeros síntomas de la alopecia. En la barba hay flecos blancos y aparecen casi de repente: la última vez que te afeitaste no los tenías. En los rostros de tus amigos y conocidos ves, de pronto y sin haberlo advertido hasta entonces, diminutas arrugas en torno a las comisuras de los ojos. Los escrutas en silencio y prestando más atención a los ángulos de la cara y a los cambios que apenas son perceptibles para ti porque os veis todas las semanas. Te alivia comprobar que sus sienes también encanecen y que todos te cuentan sus últimos achaques: a este le extrajeron dos muelas, a aquel le duele siempre la espalda, a otro le acaban de diagnosticar lumbago, a un cuarto le ha recomendado el médico que vigile los excesos en las comidas; al que no le duelen los riñones, le van a operar de algo. “Estamos en una edad muy mala”, te dice alguno de ellos.
Cuando entras o sales de los portales te hablan los niños: te preguntan la hora y añaden “Señor”. Así: “¿Tiene hora, señor?” En los restaurantes, el camarero se dirige a ti con la misma educación que utilizaba para dirigirse a tu padre y a tu abuelo: “¿Mesa para cuántos, caballero?” En los autobuses, o en la cola del mercado, o en los vagones de metro, si un crío se te acerca, la madre le ordena en voz baja: “No molestes a ese señor”. El señor eres tú. Un día cualquiera, por ejemplo un domingo por la mañana, o mejor por la tarde, uno de esos domingos proclives a los pensamientos extraños y a las evocaciones que te hacen sonrojar, recuerdas que, cuando tenías veinte años, tus amigas hablaban de los adultos de treinta y tantos de este modo: “Ese tío es un viejo”. No recordabas que, cuando tenías quince y dieciséis y veinte años, cualquiera con diez años más te parecía un anciano. Y recuerdas que, incluso ahora, a la gente de tu edad, a los de tu generación, les parece que una persona de cincuenta tacos también es vieja. Pero no lo es: en absoluto. Cuando caminas por la calle no paras de encontrarte, en tu ciudad natal, que es pequeña y propensa a los encuentros fortuitos, a amigos y conocidos que se han casado y empujan un coche con un bebé que tiene más meses de los que creías. “¿Ya tiene un año? ¿En serio?”, preguntas, asombrado. En los cumpleaños, en las reuniones, en las meriendas de amigos, proliferan los niños. Las mujeres de tu generación se juntan para hablar de pañales, biberones, lactancia y partos sin dolor. Los hombres de tu generación conversan sobre el sueño atrasado que soportan desde que nació el hijo, y de la manera en que sus vidas han cambiado. Cuando sales de juerga, el personal se retira a una hora que podríamos llamar prudente. Pocos de tus amigos ven amanecer en la puerta de los bares. Os han derrotado la edad, las responsabilidades, el cuerpo que se cansa y se agota. La madurez y la cordura. Todos te aseguran que las resacas, ahora, son infernales. Que si salen y beben un poco el sábado, el cansancio les dura hasta el martes. “Tardo tres días en recuperarme de la resaca. Ya no soy el mismo”, te cuentan. Y tú sabes que tienen razón.
Todo ha cambiado, chico, te dices un día al despertar o, simplemente, al mirarte en el espejo. En los últimos tiempos sólo te asomas al azogue para cumplir con las exigencias de la higiene. Todo ha cambiado, pero ignoras cuándo ocurrió y cómo sucedió. Te robaron la juventud. Te la usurpó el tiempo, y ni siquiera te diste cuenta. Pero esa certeza no te marchita: la vida consiste en ciclos y debes ir superándolos, aceptando lo que venga. Son nuevas etapas y debes probar su sabor.