Durante ese pequeño calvario que uno debe sufrir antes de entrar en el estómago de un avión hay una fase que me pone tan nervioso como si fuera culpable de asesinato: los controles de seguridad previos al embarque. Lo he recordado porque dentro de un mes, si todo va bien, cogeré otro avión para pasar un fin de semana en el extranjero. En cuanto uno se aproxima al personal de seguridad ya está sudando. ¿Por qué creeremos siempre que nos van a tomar por sospechosos? La respuesta: porque nos toman por sospechosos. Basta el pitido que motiva una simple moneda de diez céntimos para se les abran los ojos, se aproximen a ti y te cacheen de arriba abajo, con las manos y ese aparato en forma de secador que detecta el metal. Esta desconfianza, esta inseguridad, la ha provocado el terrorismo contemporáneo, fuente de tantos miedos, tragedias y locuras. Uno, además, cree que siempre va a pitar el detector. En uno de mis viajes ocurrió algo curioso: pasé tres controles consecutivos al hacer escala en el aeropuerto de Bruselas, y sólo en el tercero la alarma se activó. El encargado se me acercó rápidamente, como si ocultara armas bajo el jersey, y me pasó el detector de mano por todo el cuerpo. No encontró nada, y no he descifrado aún la razón por la que provoqué el pitido sólo en el tercer control. Y no se me olvidó dejar ningún objeto personal en la bandeja: lo digo porque son los propios policías quienes te dicen que te quites el abrigo, el cinturón y la cartera, y que dejes en la bandeja las llaves, las monedas, el teléfono móvil y cualquier otra cosa que guardes en los bolsillos. No llevaba relojes de pulsera, ni cadenas ni nada por el estilo. No se les olvida un detalle. Y, sin embargo, pitó.
En otro de los controles me dijo un policía, en castellano: “¿Me permite que le registre?” No sé cómo supo que era español si yo no había abierto la boca, y, como todo el mundo a mi alrededor hablaba en inglés o en francés, tardé en reaccionar. Volvió a preguntármelo, y sólo por mi tardanza en responder y por la petición de ese cacheo me sentí incómodo y sospechoso. “Sí, claro. Es que no me esperaba que nadie me hablase en español”. Puse los brazos en alto y pasó las manos por las axilas, el pecho, las piernas, la parte superior de las botas, y todo el tinglado. Esta situación se agrava cuando las medidas son más estrictas. En Londres, por ejemplo, te obligan a despojarte del calzado y pasar a una cabina donde pones los brazos en cruz y colocas los pies en sendas marcas hasta que te escanean, como si fueras una cosa, un objeto, algo sin vida. Cuando uno pasa por el control, pite o no pite, existen dos opciones: que te dejen pasar, o que al tío le dé por cachearte, como ya me ha sucedido. A veces hay problemas porque un fulano lleva en la mochila, por ejemplo, un tarro de mermelada casera, quizá elaborada por su madre. Buscan el tarro, lo sacan, lo exploran y comentan entre ellos si es conveniente dejarlo pasar. Un tarro de mermelada: lo he visto con mis propios ojos. Pese a estos controles que parecen exhaustivos y en los que nos acabamos sintiendo ganado sospechoso, a veces los pasajeros camuflan objetos prohibidos. En las normas se especifica que no pueden subirse al avión los mecheros ni las cerillas. Y he viajado con gente que ha pasado el control con ambos y sin problemas.
Hay otro instante muy incómodo, que nos causa sudores y nervios. Tras superar el control sin que nos pongan trabas, tenemos que recoger nuestros objetos. Devolver todo a los bolsillos. Y detrás de uno se forma una cola. Las bandejas que contienen objetos personales, cuando terminan de pasar por encima de la cinta, se amontonan y golpean, y los policías nos meten prisa para desalojar y salir de allí.