Fui a las dos sucursales de La Casa del Libro que hay junto a la Gran Vía. Una, la grande, alberga las novedades y consta de varios pisos. En la otra, más modesta, almacenan los saldos: libros en buen estado, no usados, de primera mano, a precios que varían entre los dos y los diez euros; y, al fondo, una sección muy completa de cómic y novela gráfica. En ambos edificios merodeaba mucha gente. Echando un vistazo a los anaqueles, preguntando por ciertos títulos, hojeando este o aquel ejemplar, mirando las mesas de novedades, escarbando en las hileras de saldos. En el edificio grande había cola para pagar. Siempre suele haberla, lo cual significa que no sabemos si los españoles leen libros, pero sí sabemos que los compran. De hecho, tuve que subir a uno de los pisos superiores y allí había otra cola en la caja.
Entré después en La Tarde Libros, una pequeña tienda en mitad de un pasaje que conecta Montera y la calle donde se ubica la Casa de Zamora. Estuve curioseando por las estanterías, y al final me decidí a preguntar a los dueños por unos libros que andaba buscando. Al fondo, en una esquina, los vendedores tienen una mesa larga, un ordenador y una silla. Pero no podía verlos. Estaban casi enterrados en libros, como en esas librerías de viejo que salen en las películas. Paso por allí a menudo, pero nunca había visto tanto volumen junto. Los libros ocupaban la superficie completa de la mesa, se extendían hacia los lados y hacia los pequeños muebles que había delante, en columnas de ejemplares aún no clasificados. Se apretaban en el suelo y las columnas se elevaban hasta ocultar a uno de los dueños, el más joven, quien comprobaba datos en el archivo del ordenador. Dado que una mujer conversaba con ellos, decidí esperar para no interrumpirles. Entonces oí lo que sigue: “Anda que… ¡cómo tenéis la librería!” Se refería a esa especie de desorden ordenado, y a los montones de libros viejos y usados (y algunos prácticamente nuevos) que rodeaban a los dos hombres, casi sepultándolos en papel y tinta. El más joven dijo: “Bueno, pero eso es porque estamos a fin de mes. Hoy se ha llenado la librería. Ha venido un montón de gente”. Ella preguntó: “¿Fin de mes? ¿Y eso qué tiene que ver?” Él dijo: “Mucho. Cuando es fin de mes la gente anda sin dinero y se apresura a venir y vendernos sus libros. Hoy ha habido muchísima gente, y mañana habrá mucha más”. Con “mañana” se refería al viernes. Copio aquí una nota del blog de esta librería, que ayuda a comprender el tema de primera mano; la visión de un vendedor que, además, es lector: “Una de las grandes ventajas que tiene para uno las librerías de viejo, más cuando trabajas en ellas, es el hecho de que todo libro, caro o barato, acaba entrando por las puertas de la librería”. Apunta, más abajo, que algunos libros los venden los críticos que reciben cargamentos de títulos para su promoción, y personas que se mudan y no pueden pagar una mudanza.
Así que esto resuelve una de las incógnitas: la gente se desprende de sus libros para ganar espacio, por emigrar a otra parte o cambiarse de piso y, lo que es más triste, porque es fin de mes y necesita dinero. Compran un ejemplar a veinte euros, lo leen y lo revenden por cinco “mangos”. La incógnita era la siguiente: ¿se lee en España o sólo se compra? Me figuro que se compra mucho, se vende bastante y se lee poco, a tenor de los resultados. Un título aparece por vez primera ahí, en La Casa del Libro, y acaba aquí, en la librería de viejo, arrumbado, esperando comprador. Entre medias, vive en manos de los lectores. Morirá en otra parte: en el contenedor o en la trituradora. ¿No les parece una metáfora de las incubadoras, los asilos y los cementerios?