Sentado en el segundo avión que tomo ese día, justo detrás de mí se encuentra una mujer española que ha coincidido al lado de un mexicano. Las ciento noventa y pico plazas están ocupadas. Hemos salido con retraso, quizá por volar con una compañía española. La mujer, en cuanto toma asiento, se dedica a hablar a voces con el hombre. Le habla como si, por haber nacido en otro país, fuera sordo, de la misma manera que ciertas personas conversan con los extranjeros. Empieza una larga diatriba (dura una hora; la segunda hora la consagra a hablar de sí misma), en la que acomete todos los lugares comunes de España: que si en España esto, que si en España lo otro, que si las mujeres reivindican la igualdad, que si el trabajo, que si el paro, que si la pareja. Igual que leer una reseña sobre nuestro país, pero escrita por alguien que sólo conoce la tierra en la que ha nacido a través de las estadísticas, los porcentajes y las revistas de moda. Le habla, al pobre viajero que soporta esa interminable y aburrida y tópica cháchara, como si él no hubiera nacido en México, sino en Marte. Como si estuviera explicándole la vida en el planeta, tomando de la mano a un niño que nada sabe del mundo. En su monólogo todo resulta ofensivo: la suficiencia, los lugares comunes, las parrafadas sin pausa que sólo dejan intervenir al oyente con preguntas retóricas en voz baja.
Pero, más allá de eso, molesta la voz, el alto tono que llena el avión, la potencia que nos hace creer que estamos oyendo declamar a alguien en el teatro. Dos o tres pasajeros resoplan o miran hacia atrás con ira; resulta difícil dormir y también leer. Leo veinte veces la misma frase de una novela que tengo entre las manos. Recuerdo que me he dejado los tapones para los oídos en el neceser, y el neceser va en la maleta. Me tapo un oído con un dedo, pero una de las manos tiene que sujetar el libro. Cuando acaba de contar la Historia Contemporánea de España, se pone a hablar de su vida: dónde trabaja, por qué viaja, los lugares que conoce. Miro de reojo y veo al hombre. Parece paciente y estoico, habla en voz muy baja: él sabe que no hay por qué airear una biografía delante de ciento noventa personas. El avión, por cierto, incluye muchos pasajeros mexicanos y uruguayos y probablemente chilenos. Tal vez quince o veinte, y no dejan de hacerse bromas entre ellos al principio del viaje. Me hacen sonreír, oigo a los que van a mi lado, el pasillo entre ambos. Me contagian su buen humor, su alegría. Un mexicano, tras un chascarrillo, le dice al tipo que tengo delante de mí: “Hay que reírse, hombre”, y añade algo que expresa la idea de lo saludable que es el humor. Pienso en el compañero que va detrás, que no ha tenido tanta suerte y sufre la charla interminable de mi compatriota. Recuerdo escenas de películas: el referente es “Aterriza como puedas” y su secuela. En una escena el protagonista le cuenta su vida a una anciana, y le mete tal rollo que, en un gag muy famoso, cuando la cámara enfoca de nuevo a la mujer, ella se ha ahorcado para no seguir oyéndole. Vuelvo a sonreír.
Esta situación hace que sienta algo de vergüenza ajena. Sé que es un caso aislado, pero a mi sentimiento se unen dos circunstancias más: hemos salido con casi una hora de retraso, fieles al carácter español, y las azafatas sólo dan un refrigerio si uno lo paga. Un matrimonio fatigado le dice a un señor que han volado de Rótterdam a Bruselas, y de ahí a Madrid, y que en cuanto salgan del avión tendrán que coger el vuelo a Montevideo. Y, de momento, en el único avión donde les han cobrado el tentempié es en éste, el español. Afuera, el estruendo de la ciudad anuncia que piso tierra ibérica. Mi próxima parada, inexcusable, es Zamora, en Semana Santa.