Durante años estuve buscando por ahí alguna edición de los relatos de Ernest Hemingway, dado que no había manera de verlos reeditados. Meses atrás di con una, bastante antigua y con ese aroma añejo que desprenden las páginas de los libros que han deambulado treinta años por los domicilios, los rastros y las librerías de saldo. Contiene unos treinta y tres cuentos. Aplacé un tiempo su lectura. Pero descubrí hace poco que Lumen va a reeditar un volumen de historias cortas del autor, con prólogo de Gabriel García Márquez. He supuesto que el ejemplar será lujoso y la traducción será nueva (la traducción del mío se ha quedado obsoleta, y se nota, y está plagada de palabras de uso latinoamericano, que no entiendo). También he supuesto que contendrá más relatos. En principio, me dije que compraría el libro igualmente. Antes de eso, he creído necesario leer mi viejo y oloroso volumen, para anticipar los hallazgos de la nueva edición, y poder comparar luego las traducciones que, imagino, serán diferentes.
De la narrativa breve de Hemingway sólo conocía relatos sueltos, incluidos en antologías o en novelas cortas suyas, en esas últimas páginas que algunos editores dedican a completar con cuentos, nunca sabemos si para que el libro resultante no parezca demasiado delgado o si es para agasajar al lector con historias añadidas que no esperaba. Conocía, por supuesto, uno de sus relatos más populares: “Los asesinos”, o cómo dos matones entran en la cafetería de un pueblo y amedrentan al dueño, al cocinero y a un cliente, preguntándoles por un sueco al que quieren despachar a balazos. Hollywood hizo con este material breve y de diálogos concisos y cortantes una gran película, “The Killers”, que titularon “Forajidos” en España, con Burt Lancaster y Ava Gardner. Hemingway sostuvo la teoría del iceberg, en la que enseñaba sólo un poco de información y dejaba que el lector adivinara el resto. Si uno ve la punta de un iceberg, en seguida imagina que hay más bajo el agua. Esa era su teoría y “Los asesinos” es el mejor ejemplo. Conocía también “Las nieves del Kilimanjaro”, que tuvo su adaptación al cine con Gregory Peck, en el papel del escritor amargado y enfermo, con una pierna por la que trepa la tiniebla de la gangrena. Esos eran los dos cuentos que mejor recordaba. Había leído tres o cuatro más, dispersos en antologías.
He leído ya más de medio libro, de ese ejemplar avejentado y de páginas casi amarillas que obtuve por un precio irrisorio en una librería de títulos usados. “Los asesinos” y “Las nieves del Kilimanjaro” siguen funcionando, a pesar de la traducción. Pero, de momento, y aparte de esos dos relatos y alguno más, cierto desencanto me ha corroído durante la lectura. Que nadie lo malinterprete: no se trata de renegar del talento narrativo de Hemingway, ni mucho menos. Su estilo, caracterizado por la economía de medios, por ese iceberg del que sólo nos enseña la punta para que pongamos el resto, aún funciona. Igual que en sus novelas. El problema es de índole personal, y está relacionado con mis gustos. Y mis gustos no casan con la mayoría de temas de los relatos que he leído. Historias protagonizadas por toreros; y no me gustan los toros. Relatos sobre faenas taurinas; y repito lo anterior. Pasajes sobre hombres en la guerra civil española; y el tema ya cansa, a estas alturas. Cuentos de cazadores, camareros de taberna española, señoras de alta sociedad, etcétera. Temas que me aburren. Me quedo con los asesinos y el hombre moribundo del Kilimanjaro. Del resto, ya veremos. Ojalá que la edición de Lumen sea más completa, más actual y, por tanto, menos preocupada por los toreros, los picadores y los milicianos. Eso espero.