Tres días en Estrasburgo contienen material para diez artículos, y diez días en Molsheim propician ingredientes para tres artículos. El pueblo es más grande de lo que pensaba y alberga a diez mil habitantes. Pero en menos de una hora podía recorrerlo, caminando despacio. Los primeros días no encontré un alma por sus calles. En la mayoría de las casas residenciales, un letrero de chapa en la entrada revela que, dentro, vive un doctor; es un distrito repleto de médicos que, supongo, van a trabajar cada mañana a la ciudad. Después supe que mis paseos matinales coincidían con la hora de la comida y el cierre de los comercios, que suelen abrir de ocho de la mañana a doce del mediodía y de dos a siete de la tarde. Se entiende que la gente come a las doce y media. Cambié la hora de los paseos y sólo discerní tráfico: conductores que venían a comer desde la capital o desde el polígono industrial. La segunda semana aumentó el número de transeúntes. Existía una razón para no encontrarse con actividad infantil y juvenil, y nos la explicaron: la anterior había sido una semana blanca, en la que les dan vacaciones a los alumnos para que vayan a esquiar a la montaña. Son costumbres de aquí, como la de los miércoles: los chavales no tienen clase ese día, pero sí los sábados por la mañana. En esos días topé con un montón de niños y adolescentes con el material escolar a cuestas. El tráfico se duplicó, pues Molsheim es lugar de paso. Creo que algunos de esos muchachos estudian en un Colegio de Jesuitas junto a la Iglesia de San Jorge, edificio majestuoso, construido entre 1615 y 1617 y antes conocido como la Iglesia de los Jesuitas. Cerca de ambos edificios se ubica la Iglesia de Notre Dame.
Llamó mi atención el homenaje a quienes cayeron durante las guerras, parecido al de Obernai. Está en un lateral de San Jorge, junto al césped y el aparcamiento, y dista unos metros del monumento del Monte de los Olivos. En tres bloques de piedra, que me llegaban hasta la cintura, tres placas con los nombres de los muertos, ya fueran civiles o militares: fallecidos en la Guerra Franco-Alemana, en la Primera y Segunda Guerra Mundial, en Indochina. Delante se alza un monolito de piedra que conmemora a quienes sucumbieron en Tambow y en otros campos de Rusia entre 1943 y 1945. Había otros edificios históricos que visitar: la Iglesia Protestante, el Castillo de Oberkirch (que no es tal, sino una gran casa que perteneció a una familia de la nobleza militar), el Polvorín, la Puerta de los Herreros y los vestigios medievales, que sirven para que uno se detenga unos minutos, haga una foto y prosiga su camino. No olvido el Parque de las Cigüeñas, donde observé las rutinas de patos, cisnes y cigüeñas. Hallé el Museo de la Fundación Bugatti, pero sólo lo abren unos pocos meses al año.
Muchas noches cenamos en un restaurante italiano de allí: el Chez Mimo. Era uno de los pocos locales sin fast food, con un horario de cierre más adecuado a nuestras costumbres, y donde probé recetas como la ensalada italiana o el carpaccio de buey, que acompañan con pan de pizza. En los últimos días abrieron un pub, el Loch Ness. Bebí su deliciosa cerveza tostada y vi a un paisano pintoresco: un anciano cadavérico con una ajustada boina negra, camisa a cuadros que le quedaba grande, pantalones negros y zapatillas de deporte; se echaba al coleto unos chatos de vino tinto. Junto a la barra, movía despacio el brazo que alzaba el vaso, no sé si por los achaques de la edad o por culpa del tintorro. El anciano no parecía muy distinto de los hombres que vemos en las tabernas de nuestros pueblos; sólo que este parecía haberse equivocado de garito. En definitiva: Molsheim es un lugar demasiado tranquilo, casi mustio.