De lunes a viernes suelo levantarme de madrugada. Cuando salgo de la cama, afuera aún es de noche. Como dicen por ahí, a esa hora ni siquiera han puesto las calles. A veces esa oscuridad depende del clima. Si no hay nubes, en el horizonte ya clarea. Si las nubes se amontonan, entonces parece una maldita noche cerrada. No sé qué es peor para el estado anímico y para el corporal: si levantarse con las últimas sombras de la noche o con las primeras luces del día. En cualquier caso, ambas circunstancias suponen salir del refugio confortable de la cama para caer a plomo en el ring, o sea, en la realidad. Que se lo digan a los tipos que, algunas de estas madrugadas, veo en la calle, en la plaza, bebiendo. Cuando me asomo, observo siempre el cielo madrileño, tan famoso, tan sucio y tan espeso. En las aceras suele notarse la humedad, y a menudo vislumbro a una señora madrugadora que sale a la intemperie para recoger los contenedores de basura. Se ven pocas personas: aquí un niño con la cartera a la espalda, allá una chica cuyos pasos encuentran eco en el asfalto, cerca de ellos un hombre que va al trabajo o uno que regresa a casa, tras una curda salvaje.
Decía que, algunas de estas madrugadas, cuando empieza a aclarar con suavidad, veo a dos o tres hombres, y alguna mujer, empinando el codo. Meten las manos en los bolsillos y ni siquiera se sientan en el banco de la plaza. El banco, entonces, queda como un eje alrededor del que giran, como un punto de referencia. Se pasan una botella de cerveza, una litrona. Si fuera vino lo sabría: por lo general, el vino que beben proviene de las cajas de cartón; el tetrabrik. Uno empina el codo y se lo pasa al de al lado, y así van entrando en calor. Los miro unos segundos desde la ventana. Yo tengo la escritura y la calefacción. Ellos sólo tienen las botellas, el único combustible que, en la calle y a esas horas, puede alejarlos del frío. Se pasan la cerveza unos a otros. El vino, a veces. En otras ocasiones es vodka. Siempre advierto en estos alcohólicos un sentido nato de la solidaridad. Quien goza de una botella, generoso, la comparte con los demás. La vida, cruda, está en estos paisajes humanos y ruinosos con los que tropiezo. Por eso prefiero escribir de ellos, y no de los políticos que nos gobiernan. Son hombres y mujeres de caras rotas y zapatos tristes. No, no me equivoco: sus facciones suelen estar peor que sus calzados.
Una tarde pasaba junto a tres de estos individuos. Unos policías conversaban con ellos, o los estaban amonestando, y uno de los vagabundos le dijo algo a uno de los polis y éste respondió, de mal humor: “Mira, déjame, no tengo tiempo para andar escuchando a borrachos”. Me dolió la frase. Me dolió por una razón: esos hombres no son borrachos, son alcohólicos, y el alcoholismo es una enfermedad. Y al enfermo no podemos tratarlo con desprecio. La policía los visita de vez en cuando. Que yo sepa, normalmente no los tratan mal e incluso conversan un rato con ellos: hacen su trabajo, les piden que se vayan o no ensucien la plaza. Para mantener el pellejo caliente no sólo soplan de la botella, también acarrean hasta allí toda suerte de frazadas, cartonajes, mantas, colchones, periódicos tiesos y sacos de dormir. Cuando están más ebrios que de costumbre, se pelean dándose unos puñetazos flojos, blandos, patéticos, como en los libros de Charles Bukowski. A menudo orinan entre los coches y en las esquinas, y, en esas madrugadas en las que me acabo de levantar, un hedor infame sube hasta mis narices. El comentario del poli me sublevó. Bastante tienen con lo que tienen. Cuando los miro, pienso en ese título de Pío Baroja: “Vidas sombrías”.